No
sabe si celebrar el triunfo obtenido en el juzgado unas horas antes o
tomarse una infusión de achicoria
para quitarse el mal sabor de boca que le amarga la existencia.
Defender a un asesino tiene esos inconvenientes. Pero no es ella
quién decide, sino las altas esferas del bufete.
Mira
al techo,
imaginando a sus jefes, su familia, tres pisos más arriba, nadando
entre fajos de billetes; como el Tío Gilito en los cómics de Don
Mickey que leía de pequeña en casa de sus primos, regocijándose de
sus éxitos, presentes y futuros.
El
Gran Tiburón
es el rey del mar y el apodo de los más duros de los despachos de
abogados. Ella aún no llega a merluza, ni siquiera a pez payaso. Y
cree que no conseguirá sumar puntos sin hincar bien fuerte el diente
al oponente de turno.
Todavía
duda si está hecha para este trabajo. A pesar de que toda la estirpe
familiar la mire con cara de ‘o eres de los nuestros o te quitas de
en medio, perdedora’, desde la foto
que tiene colgada en su despacho. Arriba también pensarán lo mismo.
Aún está verde, más que el plancton, que todos los peces se comen.
Cada
mañana les mira a todos, de uno en uno, sentados, con cara seria,
vestidos de negra toga y blancas puñetas, intentando descubrir qué
heredó de ellos; foto de estudio en blanco y negro y un empujón
hacia la carrera de Derecho aparte.
Que
no logró rebatir con su escasa dosis de elocuencia de entonces.
A
freír puñetas me van a mandar a las primeras de cambio, pensó,
cuando se sentó en la banca de su primer curso el primer día de
clase. Sintió un frío
espeluznante en su espalda. Eran sus antepasados que, sin mirarla, la
obligaban a seguir sus pasos.
Pero,
contrariamente a su idea, aquello le gustó. Como para quedarse el
primer curso y continuar hasta terminar de subir una larga escalera
que concluyó tras
pelear a lo largo de 240 créditos, cuatro largos años.
Pero
la agonía del Licenciado en Derecho es larga y tortuosa. Aún le
quedaban las prácticas. En el bufete familiar, por supuesto.
Y
desde abajo. Los apellidos en su caso no sirvieron ni para ponerlos
en una placa en su mesa, puesto que no le dieron ni un triste pupitre
escolar.
Tenía
que ganarse el derecho de ser una licenciada de ley, nunca mejor
dicho. La copa
del triunfo estaba lejos de ser alcanzada.
Así
pues, empezó un lunes de buena mañana en el bufete familiar,
acompañada de su padre, de su hermano mayor y de su tío. Que pronto
la dejaron sola, nada más traspasar las puertas de sus elegantes
despachos de caoba, decorados con cuadros y esculturas de artistas de
prestigio. Sus reuniones con los clientes VIPs eran más importantes
que una hija, hermana, sobrina, que empezaba de cero.
Y
allí se quedó ella, en recepción, mirando con cara de haba a la
recepcionista. Que de vez en cuando le dirigía miradas de refilón,
intentando evitar ser ella quien tuviera que cargar con el pececillo.
Por
mucho apellido ilustre que tuviera, ella ya tenía bastante con
filtrar y redirigir llamadas entre sudokus y pintauñas. Y nada ni
nadie le iba a cambiar los esquemas. Su culo ya estaba bien acomodado
en aquella silla de cuero rojo, a juego con sus uñas.
Así
que tenía que empezar desde abajo… Como todos, claro.
Pero…
¿Cómo de abajo? ¿Y hasta dónde era arriba?
Se
sabía toda la legislación de la A a la Z, había sacado dieces en
Derecho Romano y Derecho Constitucional, se había ido de
Erasmus todo un curso a Bolonia… ¡Bolonia, nada menos! Ciao
Bella Italia…
Qué bellos italianos… Caros
bambinos…
Su
madre, abogada también durante un tiempo, le sufragó varios
Másters, entre ellos uno sobre Derecho Digital y otros sobre
Asesoría de Empresas. Estaba a medias de otro, sobre Propiedad
Intelectual y Derecho Tecnológico. Pero como era online
pensó que lo podría compaginar con las prácticas.
Una
vez puso un pie en el bufete con los títulos en la mano, sus
conocimientos se escondieron en una bolita e hicieron ‘puf’,
despareciendo bajo la gruesa moqueta que decoraba todo el espacio,
que ahora le era hostil. Tantas tardes había pasado haciendo los
deberes en este o aquel despacho, o en la sala de juntas. Ahora la
sensación era distinta, como de ahogo. Como un pez fuera del agua.
¿Quién
le guiaría? ¿Cuánto más tendría que aprender? ¿Tendría que
fotocopiar dosieres, organizar archivos de papel del año catapúm,
limpiar cada lámpara
de cada elegante despacho? ¿Apagar los ordenadores y las impresoras
cuando todos se fueran de copas los viernes?
Recuerda
aquellos tiempos con nostalgia. Era como un pez de acuario, ligero y
sensible, que tuvo que crecer a golpe de recurso y aletear rápido,
comparando y estudiando casos y más casos. Nunca se acababan, lo
cual era bueno para la profesión. Pero una tortura para su cerebro,
consumido por los datos.
A
día de hoy su cabeza se ha transformado en una especie de ordenador
humano, compatible con el que tiene en la gran mesa de su despacho
con su nombre y apellido reluciendo en una placa dorada; y ambos
llenos de archivos y carpetas de casos ganados, alguno perdido, y
mucho dinero aportado a la empresa familiar. Que crece disparada, a
veces sin mirar el currículum, en ocasiones dudoso, de sus
defendidos.
Mira
la foto familiar con otra cara. Ya soy uno de vosotros, se dice,
sonriéndoles. Sin amabilidad, pero tampoco con rencor. Aún no se ha
ganado el título de tiburona.
En su corazón sabe que no tiene esa alma dura que hay que tener para
ser como los que la observan desde esa foto. O quizá es el blanco y
negro, ya amarilleado, que hace que se endurezcan los sentimientos
retratados hace tantos años.
No
quiere defender a más asesinos, ni que prestigiosas abogadas de
universidades americanas le impartan lecciones magistrales para
forjar su coraza frente a los tribunales.
No.
Está segura de que ella celebrará muchos triunfos más, sin tener a
su lado alguien con las manos manchadas de sangre.
Pero
será, o eso querría ser, una abogada justa luchado por causas
buenas y justas. Tal vez nunca tan dura como Alicia Florrick, ni sus
sueños tan idealistas como los de Ally McBeal.
Cuando
consiga que su nombre y su apellido suenen por sí mismos fuera de
las alfombras del bufete familiar, sin tener que defender casos que
la hagan sentir náuseas de repugnancia ante lo indefendible, sabrá
que su verdadero camino habrá empezado. Saltando sobre el agua,
entre juicios, veredictos y fiscales. Como un delfín, con curiosidad
e inteligencia para evitar ser mordida.
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