Aquel
lunes de otoño de 1975, Rodolfo se despedía de una clienta desde su
mostrador a la vez que ella abría la puerta de la farmacia para
salir a la calle, brindándose mutuamente una sonrisa.
La
farmacia tenía un amplio escaparate que dejaba ver la calle desde
dentro a través del cristal impoluto. Los ojos de Rodolfo se
desviaron unos metros más allá y se posaron en una jovencita que
pasaba por la calle. Se llamaba Virginia y ya la había visto más
veces pasar por delante de su establecimiento. No entendía por qué
tenía sentimientos inapropiados hacia una niña de quince años.
Virginia era de una belleza impresionante, ojos claros, con un cuerpo
delgadísimo, pero desarrollado. El farmacéutico se imaginaba como
olía aquella muchacha, cómo era la suavidad de su piel, su ropa
interior. La deseaba, pero era menor de edad y él reprimía sus
ganas de salir a hablar con ella.
Virginia
era una muchacha de apariencia tímida, con imagen angelical, pero
entre sus amistades se comportaba de forma extrovertida y cierta
picardía.
La
semana tardó en transcurrir para el farmacéutico, pero por fin era
sábado por la tarde y él no tenía abierto su establecimiento,
aprovechaba para acicalarse, mirándose al espejo, mientras escuchaba
de fondo a “Los Bigies” medio alelado, pensando que, a sus
cuarenta, apenas tenía arrugas, eran líneas de expresión y que
tenía una cara y un tipo resultón, así se veía él. La realidad
era bien distinta. Este hombre se había obsesionado con la joven
Virginia y luchaba contra sus propios pensamientos. Pero sólo él
sabía si sería fuerte para no hacer caso a sus verdaderos
instintos.
De
pronto alguien saca a Rodolfo de su ensimismamiento era su madre que
se asomó por detrás de él al espejo. A través del cual ve cómo
arrebatándole el peine de la mano, se le pone a peinar como una
madre peina a su niño de diez años, era algo que le molestaba
mucho, pero a lo que ya estaba acostumbrado. El comportamiento de su
madre, demasiado protector era habitual en muchos momentos de la
convivencia y él se dejaba porque la respetaba demasiado, y por
educación.
—No
vengas tarde, hijo. Sabes que no puedo pegar ojo si no estas en casa,
y no bebas más de una copa que luego me dejas la habitación oliendo
a alcohol etílico y entre eso y el olor a tabaco, sí ya sé que no
fumas, pero los demás sí y traes el olor impregnado en la ropa, y
me pongo malísima.
—Sí
madre, no te preocupes.
La
madre observaba como salía Rodolfo de la finca donde vivían,
asomada a la ventana de la planta de arriba donde estaba su
habitación, parecía una espía siguiendo sus pasos con sus ojos
saltones. Era viuda desde hacía diez años, pero no se le había
acabado la vida social. Rápidamente se retiró de la ventana y
comenzó a cambiarse de ropa. Se arreglaba de forma moderna, unos
pantalones de cintura baja con patas de elefante, un jersey entallado
con un cinturón ancho por encima, un medallón en cadena sobre el
suéter y zapatos de plataforma. Se maquilló, se colocó una peluca
con un peinado de la época y salió de casa colocándose unas gafas
de sol tan rápido como un rayo. En su SEAT 128 blanco se dirigió
hasta las afueras de la ciudad, allí ya esperaban otras dos amigas
similares a ella en edad, unos sesenta años bien cuidados,
resistiéndose a envejecer, tanto en cuidados de piel como en
estilismo. Las amigas se citaron en una cafetería enfrente a la sala
de fiestas El Piles. Se tomaban algo hasta que llegaban unos
caballeros que cortejaron con ellas. Las invitaron a ir a la sala de
fiestas a bailar un rato.
Y
en el Piles estaba Rodolfo, llevaba media hora apoyado en la barra de
bar de la disco, tomando lo último que quedaba en su copa de ron con
Coca-Cola. Miró al camarero al que le pidió con mímica que le
pusiese otra de lo mismo. Con gran habilidad le colocó un vaso de
tubo con hielo, ron y el refresco.
No
muy lejos, en el reservado oscuro y cercano al bar de la discoteca
unos ojos observan la escena, y por otro lado se le pone pegada a él
una mujer joven.
—¡Pero
mira quién está aquí! Mi querido Rodolfo. Deseaba verte ¿Qué
haces aquí?
—Lo
mismo debería preguntarte yo a ti, Virtudes. ¿No estabas viviendo
en el extranjero?
—Acabo
de llegar a la ciudad, estuve fuera desde… ya sabes, mi
comportamiento. Al principio no lo pasé nada bien pero luego…
¡Ah! ¿Te acuerdas de mi primo Sebastián, el de las gafas de culo
de botella?
—Sí,
Claro.
—Pues
estoy con él en aquél reservado.
—Virtudes,
los reservados son para las parejas, ¿No ves que está muy oscuro?
—¡Ah!
¿Sí? Bueno, vente con nosotros y así somos tres.
—No,
gracias a mí me gusta estar por aquí.
—Estamos
hablando de un negocio, podría interesarte…
—No
me interesa escuchar más, gracias.
—Pues
cuando te conocí fuiste tú quien...
—El
pasado es pasado.
—Ya
no soy una niña… ¿Verdad?
Virtudes
le hizo una mueca de desprecio y volvió a su sitio.
Para
cuando Rodolfo miró a su lado, las amigas de Virginia y ella habían
desaparecido de la barra y se puso a buscarlas con la mirada. Respiró
aliviado, las localizó sentadas alrededor de una mesa bajita y
circular muy cerca de la pista de baile y tenían a unos niñatos
demasiado cerca de ellas. Virginia en concreto, la jovencita con la
cara más dulce y los ojos azules más bonitos. Tenía a un muchacho
hablándole al oído, ella se reía.
—Venga
Virginia, anímate, vamos al concierto.
—¡Ostras!
Empieza muy tarde, me matan en casa.
Rodolfo
empezó a cabrearse, por la confianza que el muchacho de unos veinte
años tenía con la adolescente y en su interior comenzó a ponerse
celoso y después de beber exteriorizo ese sentimiento. Posó el vaso
con enfado, dejando caer algo del líquido sobre el mostrador.
Por
otra parte, Virtudes y su primo Sebastián con caras serias estaban
planeando algo misterioso y se les ve que les fastidia no poder
contar con Rodolfo.
—Nada
que tu exnovio no nos sirve ¿no?
—No
fue mi novio.
—
Gracias
a su madre. No te desvirgó de milagro, gracias a ella, que lo cogió
con las manos en… la masa, tú aún eras menor. ¡Qué asco de tíos
enfermos!
—Gracias
a su madre me mandaron a Suiza, al colegio, interna.
—Mira
cómo le siguen gustando las crías.
—Bueno,
ya vale… Escucha, ¿te acuerdas de la casa de nuestra abuela?
—Sebastián asiente — vamos a llevar allí el paquete en lugar de
al sótano de la farmacia, éste es el plan B— Tú no te preocupes
que ya lo tengo todo controlado. Solo tienes que recoger el paquete,
ya sabes.
Después
de dos horas de diversión las muchachas abandonan la discoteca entre
risas, ellas no lo saben, pero alguien las mira y las sigue.
Rodolfo
había ido al baño, cuando sale se pone a mirar y no las ve.
Virtudes se cruza con él. Ella ya lleva el abrigo puesto.
—Rodolfo,
¿Qué te pasa? Te veo nervioso.
—Nada.
Tengo que irme.
—¡Qué
casualidad! yo también me voy.
—Disculpa,
pero yo me voy solo, he quedado con mi madre en que no llegaría
tarde.
—¿Pero
aún sigues viviendo con tu madre? ¡dios santo, pobre Rodolfo!
—Sí,
bueno… adiós, nos vemos otro día.
—A
ver si es verdad. —Virtudes ve como se aleja el farmacéutico a
toda prisa saliendo por la puerta de la discoteca corriendo. Ella
también se va, pero con normalidad—
En
la puerta de la discoteca Rodolfo se encuentra con Florencio, un
viejo amigo de cuando jugaban al futbol y propone a Rodolfo tomar
otra copa en el bar de enfrente.
—¡Venga,
hombre! Solo será un momento. Hace tiempo que no nos vemos.
Rodolfo
está nervioso y sudoroso, mira y a lo lejos aún se ven a las
jovencitas caminando,
las cuatro juntas despreocupadas, lentamente por la acera, charlando
alegremente, apenas son las nueve de la noche, es temprano. Al
encontrarse con el primer cruce de caminos, se despiden y se separan.
Dos se van a la izquierda y Virginia y otra se van por la derecha,
mientras tanto un coche las sigue a una distancia prudencial.
Cuando
Virginia y su amiga ya van adentrándose en la calle que las lleva a
sus respectivas casas, se detiene el auto a su altura.
—Subid
que os acerco a casa.
Las
dos niñas reconocen a la madre del farmacéutico y entran dentro del
auto.
—Gracias,
señora.
—No
hay de qué, preciosas. No entiendo como vuestros padres no os
recogen a la salida de la discoteca. ¿No tenéis miedo de que os
puedan hacer daño?
—Aquí
nunca pasa nada, señora. —Dice la amiga de Virginia sonriendo—
—No
pasa hasta que un día ocurre y luego vienen las lamentaciones. Y
muchas veces sois vosotras las culpables, que os gusta provocar a
hombres que os ven ya mayores, aunque legalmente no lo seáis. Las
niñas se miran entre si como desconfiando de una señora tan rara.
Llegan
a la casa de la amiga de Virginia. El coche se detiene y se bajan las
dos.
—Virginia,
¿en serio que no quieres que te acerque a tu casa?
—No
señora, gracias. Es temprano y me voy a quedar aquí un rato
hablando con mi amiga.
—Como
quieras.
Las
niñas se quedan en la acera charlando. La madre de Rodolfo la mira
por el espejo retrovisor mientras se aleja. Su casa es la del final
de la urbanización, arriba de la colina.
Transcurridos
unos diez minutos pasa otro coche que a la altura de las adolescentes
circula a 30 km/h. Está oscuro y no se distingue al conductor que
enseguida acelera y se deja de ver al dar la curva.
—Bueno,
hasta mañana. —Dice
Virginia disimulando cierto nerviosismo.
—Virginia,
¿llamo a mi padre para que te acerque a casa?
—¿Estas
tonta? Son las 21:15 es pronto, en diez minutos ya estoy en mi casa
¿No me digas que ahora vas a tener miedo por lo que dijo esa
paisana? Es tan rara como su hijo.
Las
dos rien y Virginia se vuelve a despedir de su amiga, la cual piensa
en verla al día siguiente que tienen que ir a la iglesia.
Virginia
va caminando a paso ligero. Al torcer la curva, en lo alto de la
cuesta se ve la casa donde vive con sus padres, a ambos lados hay más
viviendas dentro de muros por los que asoman las copas de cipreses.
Justo delante de los portones de acceso a la finca donde vive
Virginia con sus padres hay un coche oscuro aparcado. Virginia mira
para todos lados y comienza a correr hacia su casa y a la altura del
coche la puerta se abre. Una voz masculina en susurro le manda con
cierto tono de prisa subirse al coche y ella con nervios y muy seria
se sube.
Mientras
tanto dentro de la casa Evaristo, era el padre de Virginia, una
adolescente. Él era un aficionado a la lectura y en ese momento
intentaba leer un libro para relajarse porque estando próxima la
hora de llegada a casa de su hija siempre se ponía intranquilo, la
verdad es que no se está pendiente de cualquier ruido del exterior,
por mínimo que sea. De repente oye primero el motor de un coche
arrancando y luego el flojo roce de metal contra piedra. El padre de
Virginia al oír el chirrido fuera de su finca deja el libro tirado
en la butaca y se dirige corriendo a la planta de arriba a mirar por
una ventana, solo llega a ver la trasera de un coche oscuro y por la
forma del maletero parecía un SEAT 124. Evaristo mira su reloj que
marca las 21:30, es la hora en la que su hija debería estar entrando
por la puerta de casa. Entonces decide salir hasta el portón del
garaje a averiguar qué desperfectos pudo ocasionar el coche que
apenas vio.
Una
vez fuera de su casa, en la acera ve que tan solo hay un rayón de
pintura negra o azul marino. Mira hasta donde abarca su vista en
busca de su hija, todo está tranquilo y en penumbra, con la pobre
iluminación de las farolas. No ve a nadie. Entra en su casa y habla
con su mujer. Los dos están de acuerdo en que su hija adolescente ya
debería estar en casa, su horario de llegada era como muy tarde las
21:15 y ya eran las 21:40. Deciden llamar a sus amigas. Una por una
les dicen lo mismo. Las adolescentes ya están en casa y cuando se
despidieron de Virginia, se dirigía tranquilamente al hogar.
Evaristo
y su mujer hablan de ir a denunciar la desaparición de la chica, es
menor y no se debe esperar ni siquiera 24 horas. Su mujer se queda en
casa por si pudiese aparecer. Evaristo se pone ropa de calle y se va
al cuartel de la guardia civil. Rápidamente la benemérita llama a
las familias de las amigas de Virginia y les pide que se acerquen al
cuartel. Una de las jóvenes recuerda como un señor mayor las invita
a un refresco y Virginia habla con él. Era el farmacéutico.
El
agente de la Guardia Civil llama aparte a su compañera y le indica
que las primeras horas son cruciales. Hay que ir a buscar al
farmacéutico para interrogarle.
A
las once de la noche estaba entrando por la puerta de su casa
Rodolfo, se asomó a la cocina y resoplando entró y se sentó a la
mesa a comer una tortilla de patatas que su madre le ha dejado
preparada. Luego subió para su cuarto muy despacio, sin hacer ruido,
se asomó a la habitación de su madre que estaba oscura e imaginó
que su progenitora estaría dormida así que decidió no decir nada.
—Rodolfo,
estoy despierta.
—Buenas
noches, madre. La tortilla, como siempre, la mejor del mundo.
—Hijo,
has tardado mucho.
—No
madre, es que siempre me echas de menos.
—¿Qué
hora es?
—Temprano.
Que descanses, madre. —La madre enciende la luz y mira el reloj
despertador que tiene sobre la mesilla de noche, mientras Rodolfo se
dirige a su cuarto, y antes de adentrarse en él suena el timbre de
la puerta.
—¡Rodolfo!
—Sí,
madre, ya voy a ver quién es.
—Ten
cuidado, es muy tarde.
La
madre del farmacéutico se levanta, pone su bata de casa y baja a ver
quién habla con su hijo en la puerta de casa.
Rodolfo
ha dejado pasar al hall a una pareja de guardias civiles. La madre de
Rodolfo interrumpe la conversación.
—Sea
lo que sea mi hijo está en casa desde las 21:15
—Señora,
estamos hablando con él. —Dice un agente.
—Bueno,
pero él no ha hecho nada.
—Rodolfo,
coja su D.N.I y acompáñenos al cuartel.
—¿Por
qué? ¿De qué se le acusa?
—De
nada señora, solo queremos hacerle unas preguntas.
—Madre,
ya basta. —Rodolfo sube al piso de arriba a por su abrigo y su
documentación. —
—Pero
¿qué pasa?
—Señora,
no se preocupe, solo estamos intentando encontrar a una chica.
—Pero
mi hijo no ha hecho nada. ¿quién es la chica?
—Una
adolescente de la urbanización de aquí al lado.
—Tal
vez se ha ido ella voluntariamente. —Dijo la señora. — Esta
noche me encontré yo a unas muchachas que ya iban para casa. Eran de
esta urbanización, una se llama Virginia.
—¿Qué
te las encontraste? —Dice Rodolfo bajando con sus cosas. —
—Sí,
pero no pienso ir con ustedes, se echa muchas horas allí, luego atan
cabos y vienen a detenerte a ti. —Le dice a Rodolfo apuntándolo
con el dedo índice—
—¿A
mí por qué? Madre, no digas tonterías.
—A
ver, a ver, señora, ¿A él por qué?
—Pues
no sé, se me acaba de ocurrir.
—Señora,
usted se viene también.
Los
guardias ponen a madre e hijo en el asiento de atrás de un coche
civil de color blanco.
—Madre
¿qué tonterías dices? ¿eh? —hablando al oído de su
progenitora.
—¿Tonterías?
¿Teniendo el problema que tienes? Acuérdate de lo que hiciste hace
diez años. Yo te salvé de un buen lío en el que te estabas
metiendo.
—Madre,
tú te metiste en mi relación sentimental. Aquella chica era mi
novia.
—Serás
estúpido! ¡Qué poca sesera tienes! ¡Qué no puedes tener novias
de catorce años cuando tú tenías treinta! Y ahora con cuarenta
¿has mejorado? ¿Por qué no tienes novia?
—Porque
no quiero.
Los
agentes miran a Rodolfo y su madre con mirada desconfiada.
A
varios km de Gijón un coche oscuro circula por la villa marinera de
Candas, la cruza y la deja atrás. Se mete por los caminos escarpados
de la entrada a una aldea sin llegar a Luanco, seguidamente deja a un
lado la aldea y se acerca cada vez más a la costa, hasta estar cerca
de una vieja casa de piedra construida sobre un acantilado.
La
persona del coche cubierta con una gabardina, sombrero de ala ancha
que no dejaba apreciar su rostro y guantes de piel negros por los que
no se podía reconocer sus manos. Coge en brazos con mucho cuidado y
esfuerzo a un paquete que se podría sospechar ser un cuerpo humano
envuelto en un plástico negro. Lo posa sobre el suelo del porche de
la entrada de la casa. Después de abrir la puerta arrastra a el
paquete hacia adentro y cierra la puerta.
En
el cuartel de la guardia civil de Gijón, Rodolfo y su madre estaban
en salas diferentes, cada uno con una pareja de agentes. Los estaban
interrogando a cerca de Virtudes y los dos colaboraban amablemente.
—Yo
dejé a Virginia con una amiga, sobre las 21:10, creo. Ella quiso
quedarse, yo la habría llevado hasta su casa, pero quiso quedarse,
entonces yo seguí el trayecto hasta mi casa, hice una tortilla para
la cena y luego de cenar me acosté. Mi hijo vino poco después.
En
la sala contigua estaba Rodolfo hablando con los agentes.
—Vi
a las chavalas en la discoteca, se pusieron a mi lado en la barra a
pedir su consumición y las invité porque me apeteció. Creo que eso
no es delito. Oigan, aún no sé que hacemos mi madre y yo aquí,
¿qué ha pasado?
—Virginia
no ha llegado a casa y es una menor. —Contestó la agente. —¿Dónde
estaba usted a las 21:30 de esta noche?
—En
el bar de enfrente de la discoteca.
—¿Puede
confirmarlo alguien?
—Mi
amigo Florencio y el dueño del bar.
—Está
bien Don Rodolfo, ahora dígame, —¿A qué hora llegó a su casa?
—
Mi
madre ya estaba en casa, tenía la cena preparada. Creo que sobre las
23:00 h, no lo sé exactamente.
Los
agentes de la sala donde está la progenitora del farmacéutico
escuchan atentamente.
—Mi
hijo entró en casa a las 23:00 h. Lo sé porque no me duermo hasta
que llega y me parecía que estaba tardando.
—Antes
en su casa dijo que había llegado 21:15.
—Estaba
nerviosa, pero llegó a la 23:00. ¿Creen que mi hijo la ha hecho
desaparecer? Yo sé que le gusta mirar a las jovencitas, pero nunca
les ha hecho nada. No es delito mirarlas.
—¿Cómo
que le gusta mirar a las jóvenes?
—A
las adolescentes, sí, pero de ahí a hacerles daño va mucho trecho.
Los
agentes se miran entre ellos y deciden salir de la sala, los otros
que interrogaban a Rodolfo están también fuera y los cuatro se
reúnen en el despacho del capitán.
Comentan
las respuestas de madre e hijo y ven luego comprueban que Rodolfo no
miente, ha estado con su amigo en ese bar. La madre no sabía nada y
lo que hacía era incriminar al hijo sin querer.
La
madre había contado que había ido a jugar a las cartas en casa de
una amiga y llamaron a esa señora y coincidía. Les dicen que
alguien los va a llevar a casa, que todo está correcto. Rodolfo
recordó de repente que en la discoteca hablaba con un chico de unos
veinte años que pregunten a sus amigas por él.
En
casa de Virginia sus padres están tomando café, inquietos,
esperando tener noticias por si llega o por si un secuestrador llama
para pedir un rescate. Están en silencio, escuchando el tic-tac del
reloj de pared del salón.
A
19 km del cuartel de la Benemérita de Gijón Virtudes está dentro
de la casa de su abuela.
—Virtudes,
es la última vez que hago esto. Lo he pasado horriblemente mal. Los
chillidos que pegaba. ¡La madre que la parió!
—Bueno,
no dejes aquí eso, llévalo a que se desangre al apero de ahí
fuera.
—¿Otra
vez a cargar con el fiambre?
—Está
bien, yo te ayudo, quejica.
Se
lo llevan entre los dos para colgarlo de un gancho del techo del
apero.
—Dicen
que no sufren, pero la degolló y no veas…
—Esto
nos va a dar dinero ya verás.
Virtudes
tiene las manos llenas de sangre y se va corriendo al cuarto de baño
de la casa quitarse toda esa sangre. Su reloj de pulsera marcaba la
una y media de la madrugada.
A
esa misma hora llama Evaristo al cuartel de la guardia civil para
informarles que a su hija la acababa de dejar un chico mayor que ella
en casa, les informa que vienen de los dos de un concierto en una
sala de fiestas de Oviedo.
Virginia
esta en su habitación, acaba de recibir dos tortazos bien dados de
su padre y su amigo está en su casa, no cuenta ningún problema ni a
sus hermanos ni a los padres.
Rodolfo
está en su casa, aún no sabe que ya ha aparecido Virginia, no puede
conciliar el sueño, en cambio a su madre se le oye roncar como una
marmota.
Más
allá de Candás amanece en la casa de la abuela de Virginia y
Sebastián. Los dos primos parece que se han trasladado a vivir allí.
No
tienen teléfono fijo y todavía no había teléfonos móviles. Eso
era lo más apartados que podían estar de la civilización. Podían
trapichear con los corderos robados, a eso se iban a dedicar. A
vender cordero ya desollado a carnicerías de la zona, aún no estaba
el sello del certificado de higiene del matadero.
FIN
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