Aroma de jazmín - Gloria Losada

Sara se perfumaba ante el espejo, mirándose y remirándose coqueta, una y otra vez. Se veía bonita con aquel vestido de encaje rojo comprado expresamente para la ocasión. Cumplía dieciocho años y eso no ocurre todos los días. Sus amigas le habían organizado una fiesta en la que estaría presente Miguel, el muchacho más guapo del instituto, por el que Sara bebía los vientos desde hacía meses con resultados más bien nulos. Pero no perdía la esperanza, Estaba segura de que aquella noche, al verla, Miguel quedaría prendado de su belleza, o de su estilo, o de su simpatía... o de alguna cualidad suya que él se dignara a apreciar de una vez. Sara sonrió para sí misma ante aquel despropósito de pensamientos. Empezaba a razonar no ya como una adolescente, sino como una mujer. Por eso en el fondo, creía que el que Miguel se fijara en ella o no... no tenía demasiada importancia. Si no era él, sería otro, y si no era ninguno tampoco pasaba nada. Seguro que la vida sin una pareja al lado tenía también muchos alicientes. Por lo pronto aquella noche iba a centrarse en divertirse. Dieciocho años no se cumplen más que una vez en la vida. En realidad ninguna edad se vuelve a cumplir, pero los dieciocho son especiales, porque marcan el paso hacia la vida adulta.
Sara aspiró el aroma de jazmín de la parte interna de su muñeca mientras cerraba los ojos. Era su perfume preferido. Luego se levantó, dio una vuelta delante del espejo dejando que la vaporosa falta de su vestido acariciara el aire y bajó al piso de abajo.
-Papá ¿Me llevas al centro?
El padre de Sara se levantó con desgana del sofá y apagó la televisión.
-¿Algún día aprenderás a coger el bus? Estoy cansado, Sara, he estado casi dieciocho horas trabajando si parar.
-Vaya, lo siento, papá, no lo sabía. No te preocupes, tomo el autobús.
-Espera, por esta vez te voy a llevar, pero acostúmbrate al transporte público de vez en cuando ¿vale?
Sara asintió con un gesto de cabeza y sonrió, con aquella sonrisa que desarmaba a su padre y que tan orgulloso le hacía sentirse de su pequeña.
Ya en el coche enfilaron la carretera general. El pub en el que había quedado con sus amigas estaba en el centro de la ciudad, apenas distaba dos kilómetros de su casa, pero el destino, los hados o los dioses que rigen nuestros caminos, hicieron que aquel día, Sara no llegara nunca. El cansancio hizo que su padre se durmiera al volante y que el coche chocara de frente con un camión. Fue cuestión de segundos. Sara apenas pudo darse cuenta de que se le iba la vida. Su última consciencia fue el aroma de jazmín flotando entre los hierros retorcidos de un viaje sin retorno.
Poco después, en la mesa de operaciones de un quirófano, Ricardo yacía nervioso, esperando que por fin surgiera la oportunidad que le permitiera volver a su vida de siempre. Ricardo tenía veinte años y lo que más le gustaba en el mundo era jugar al baloncesto. Desde pequeñito había formado parte del equipo del colegio y poco a poco había ido escalando puestos. Últimamente, antes de enfermar, había tenido una propuesta del equipo local, que formaba ya parte de la liga nacional, para formar parte de sus filas, pero no había podido ser. Una tarde, durante un entrenamiento, Ricardo se mareó y tuvo que descansar unos instantes. Notaba que su corazón latía demasiado deprisa y que le faltaba el aire. Pero se le pasó en seguida y no le dio importancia. Achacó el incidente a los nervios de los exámenes y se olvidó de él. Sin embargo semanas después, cuando se entretenía lanzando tiros libres a la canasta que su padre le había puesto en el jardín de su casa, volvió a notar el mareo, los latidos de su corazón desbocados y finalmente la negrura de la inconsciencia. Cuando volvió en sí estaba en una cama de hospital.
Los días en el hospital transcurrieron lentos, fatigosos, preñados de dudas y de miedos. Ricardo mantenía la fe en que su dolencia no tuviera importancia, pero podía leer en los rostros de aquellos que le rodeaban, la preocupación y la desesperanza. El diagnóstico no pudo ser más desalentador. Sufría una grave cardiopatía que le producía la lenta pero firme degeneración de su músculo cardíaco. La única solución era el trasplante.
Los sueños de Ricardo estallaron en mil pedazos y el baloncesto pasó a ser un recuerdo que casi hacía daño. No podría volver a jugar, su corazón no se llevaba bien con el balón que, abandonado, permanecía guardado en un cajón del garaje.
La enfermedad fue avanzando de manera directamente proporcional a la melancolía que le entraba al muchacho cuando veía a sus jugadores preferidos disfrutar con el deporte que un día había llenado su vida. Daría lo que fuera, todo lo que tenía, por poder jugar una vez más, por ver como la pelota atravesaba el aire en una curva perfecta y se colaba por la canasta.
Su madre, enfermera fiel y abnegada, con la sonrisa siempre dispuesta y el humor bien arriba, intentaba distraerlo en otras cosas, en momentos que le hicieran olvidar su desgracia, pero no siempre lo conseguía, en realidad casi nunca lo conseguía... y mientras, el corazón de Ricardo se iba apagando cada día un poquito más.,
Aquella noche sonó el teléfono y la niebla comenzó a despejarse y a dejar de nuevo paso a la luz. Tenían un corazón para Ricardo. El corazón que se había desprendido del pecho de Sara mientras su vida se escapaba entre los hierros retorcidos de un coche, y que se quería colar en el pecho de Ricardo, para rebotar allí y dar vida de nuevo.
Desde la mesa de operaciones Ricardo vio acercarse al equipo médico que traía el corazón anhelado. Su último recuerdo, antes de entrar en el país de los sueños, fue un agradable aroma desconocido, que parecía salir del recipiente que contenía el renacer de su existencia.
Meses más tarde, Ricardo resurgía a una vida nueva. La canasta volvía a relucir en el jardín, colando los balones que el muchacho lanzaba al aire con alegría. El día del cumpleaños de su madre Ricardo salió a la calle dispuesto a comprarle el regalo que se merecía. Habían sido muchos meses a su lado y necesitaba agradecérselo de alguna manera, aunque ella ya sabía de su amor incondicional. Al pasar por delante de un perfumería algo lo empujó a entrar, un aroma familiar, que recordaba no sabía por qué. Una mujer estaba comprando el perfume. Cuando le llegó el turno a él, pidió comprar el mismo perfume.
-¿De qué es? - preguntó a la dependienta.
-Es esencia de jazmín.


       Salió de la tienda deseando que a su madre le gustara mucho su regalo. No sabía por qué, pero estaba casi seguro de que sería así. Tampoco sabía por qué se lo había comprado, simplemente se lo había dicho su corazón.

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