Sara aspiró el
aroma de jazmín de la parte interna de su muñeca mientras cerraba
los ojos. Era su perfume preferido. Luego se levantó, dio una vuelta
delante del espejo dejando que la vaporosa falta de su vestido
acariciara el aire y bajó al piso de abajo.
-Papá ¿Me llevas
al centro?
El padre de Sara se
levantó con desgana del sofá y apagó la televisión.
-¿Algún día
aprenderás a coger el bus? Estoy cansado, Sara, he estado casi
dieciocho horas trabajando si parar.
-Vaya, lo siento,
papá, no lo sabía. No te preocupes, tomo el autobús.
-Espera, por esta
vez te voy a llevar, pero acostúmbrate al transporte público de
vez en cuando ¿vale?
Sara asintió con
un gesto de cabeza y sonrió, con aquella sonrisa que desarmaba a su
padre y que tan orgulloso le hacía sentirse de su pequeña.
Ya en el coche
enfilaron la carretera general. El pub en el que había quedado con
sus amigas estaba en el centro de la ciudad, apenas distaba dos
kilómetros de su casa, pero el destino, los hados o los dioses que
rigen nuestros caminos, hicieron que aquel día, Sara no llegara
nunca. El cansancio hizo que su padre se durmiera al volante y que el
coche chocara de frente con un camión. Fue cuestión de segundos.
Sara apenas pudo darse cuenta de que se le iba la vida. Su última
consciencia fue el aroma de jazmín flotando entre los hierros
retorcidos de un viaje sin retorno.
Poco después,
en la mesa de operaciones de un quirófano, Ricardo yacía nervioso,
esperando que por fin surgiera la oportunidad que le permitiera
volver a su vida de siempre. Ricardo tenía veinte años y lo que más
le gustaba en el mundo era jugar al baloncesto. Desde pequeñito
había formado parte del equipo del colegio y poco a poco había ido
escalando puestos. Últimamente, antes de enfermar, había tenido una
propuesta del equipo local, que formaba ya parte de la liga nacional,
para formar parte de sus filas, pero no había podido ser. Una tarde,
durante un entrenamiento, Ricardo se mareó y tuvo que descansar unos
instantes. Notaba que su corazón latía demasiado deprisa y que le
faltaba el aire. Pero se le pasó en seguida y no le dio importancia.
Achacó el incidente a los nervios de los exámenes y se olvidó de
él. Sin embargo semanas después, cuando se entretenía lanzando
tiros libres a la canasta que su padre le había puesto en el jardín
de su casa, volvió a notar el mareo, los latidos de su corazón
desbocados y finalmente la negrura de la inconsciencia. Cuando volvió
en sí estaba en una cama de hospital.
Los días en el
hospital transcurrieron lentos, fatigosos, preñados de dudas y de
miedos. Ricardo mantenía la fe en que su dolencia no tuviera
importancia, pero podía leer en los rostros de aquellos que le
rodeaban, la preocupación y la desesperanza. El diagnóstico no pudo
ser más desalentador. Sufría una grave cardiopatía que le producía
la lenta pero firme degeneración de su músculo cardíaco. La única
solución era el trasplante.
Los sueños de
Ricardo estallaron en mil pedazos y el baloncesto pasó a ser un
recuerdo que casi hacía daño. No podría volver a jugar, su corazón
no se llevaba bien con el balón que, abandonado, permanecía
guardado en un cajón del garaje.
La enfermedad fue
avanzando de manera directamente proporcional a la melancolía que le
entraba al muchacho cuando veía a sus jugadores preferidos disfrutar
con el deporte que un día había llenado su vida. Daría lo que
fuera, todo lo que tenía, por poder jugar una vez más, por ver como
la pelota atravesaba el aire en una curva perfecta y se colaba por la
canasta.
Su madre, enfermera
fiel y abnegada, con la sonrisa siempre dispuesta y el humor bien
arriba, intentaba distraerlo en otras cosas, en momentos que le
hicieran olvidar su desgracia, pero no siempre lo conseguía, en
realidad casi nunca lo conseguía... y mientras, el corazón de
Ricardo se iba apagando cada día un poquito más.,
Aquella noche sonó
el teléfono y la niebla comenzó a despejarse y a dejar de nuevo
paso a la luz. Tenían un corazón para Ricardo. El corazón que se
había desprendido del pecho de Sara mientras su vida se escapaba
entre los hierros retorcidos de un coche, y que se quería colar en
el pecho de Ricardo, para rebotar allí y dar vida de nuevo.
Desde la mesa de
operaciones Ricardo vio acercarse al equipo médico que traía el
corazón anhelado. Su último recuerdo, antes de entrar en el país
de los sueños, fue un agradable aroma desconocido, que parecía
salir del recipiente que contenía el renacer de su existencia.
Meses más tarde,
Ricardo resurgía a una vida nueva. La canasta volvía a relucir en
el jardín, colando los balones que el muchacho lanzaba al aire con
alegría. El día del cumpleaños de su madre Ricardo salió a la
calle dispuesto a comprarle el regalo que se merecía. Habían sido
muchos meses a su lado y necesitaba agradecérselo de alguna manera,
aunque ella ya sabía de su amor incondicional. Al pasar por delante
de un perfumería algo lo empujó a entrar, un aroma familiar, que
recordaba no sabía por qué. Una mujer estaba comprando el perfume.
Cuando le llegó el turno a él, pidió comprar el mismo perfume.
-¿De qué es? -
preguntó a la dependienta.
-Es esencia de
jazmín.
Salió de la
tienda deseando que a su madre le gustara mucho su regalo. No sabía
por qué, pero estaba casi seguro de que sería así. Tampoco sabía
por qué se lo había comprado, simplemente se lo había dicho su
corazón.
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