Amor se escribe con N de nieve - Gloria Losada



Nunca me han gustado los climas fríos, mi cuerpo no los soporta, y por ende la nieve solo me parece pintoresca cuando la veo caer tras el cristal, al calor de una buena calefacción. Pero a veces no me queda más remedio que hacer alguna concesión, por eso de no quedarme sin amigas. Desgraciadamente a todas les gusta el deporte blanco y el invierno pasado organizaron una excursión a los Alpes Suizos con el único y exclusivo fin de practicar el esquí. Desde hace mucho tiempo tenemos como costumbre organizar un viaje en nuestras vacaciones de invierno, normalmente a tumbarnos al sol y ver la vida transcurrir atrapadas por la modorra del calor, pero esta vez no, y aunque mi primera intención fue quedarme en mi casita tan ricamente, finalmente me lo pensé mejor y me dije que o hacía el sacrificio o me iba a pasar la semana más aburrida de mi vida. El problema es que cuando pienso que algo no me va a salir bien, no me suele salir bien y nada más llegar al pintoresco pueblo situado al pie de la montaña comenzaron las dificultades.
Alquilamos un coche, un pequeño utilitario suficiente para las cuatro que éramos, y no sé por qué me dio la impresión de que el dueño de la casa de alquiler ( un español emigrante de un pueblo perdido de Orense) nos engañaba. Puede ser que fuera porque yo tenía cara de pocos amigos a causa del frío que hacía que me estaba helando hasta el esternón, pero el caso es que de vez en cuando, cada vez que nos hablaba de las maravillas de aquel vehículo, me miraba de reojo y removía el palillo que tenía de adorno entre los labios. Ello, unido al irrisorio precio que nos cobró por el alquiler, hizo que no fuera de extrañar que a mitad de camino, en mitad de la nada y rodeadas de nieve por doquier, el coche hiciera un ruido extraño y el motor se parara como por encanto. Allí quedamos, ni para delante ni para atrás, solas en medio de la noche. Cuando tres horas después apareció el orensano con una nuevo coche, esta vez más decente, ni siquiera me echó una mirada y se limitó a decir que no entendía nada, con lo buen resultado que siempre le había dado aquel vehículo, y después de cobrarnos un plus por el nuevo utilitario, se fue por donde había venido tan ricamente.
Al día siguiente, primera jornada de esquí. Yo no había esquiado en mi vida ni me interesaba especialmente, pero allí me fui, a las pistas, detrás de aquellas tres cuyo entusiasmo pueril me ponía mala del hígado. Contrataron a un monitor, que fue lo único bueno del viaje en cuestión. No era guapo, era la belleza personificada, un morenazo de ojos negros y profundos que me quitó el sentido en cuanto lo vi. Sólo por verle ya merecía la pena subir a las pistas. Pero con tanto mirar al muchacho me olvidé de aprender a esquiar y en uno de mis locos lanzamientos por las pistas me caí y a punto estuve de romperme la crisma. La cosa se resolvió con unas cuantas magulladuras y algún que otro rasguño, pero tenía tal dolor de cuerpo que me tuve que pasar el resto del tiempo en el hotel, tirada en la cama o en un sofá mientras mis tres amigas disfrutaban del esquí y del monitor.
Comencé a pensar que aquellas vacaciones habían sido una completa equivocación, idea que se confirmó cuando unos días antes de marcharnos hizo acto de presencia el temporal de nieve y viento más extremo de los últimos años. Cerraron estaciones de esquí, comercios, aeropuerto... suspendido el regreso a España. Lo mejor para rematarla. Nadie se puede imaginar el humor de perros que se apoderó de mi misma. Todo el mundo se lo tomó con resignación, incluso con humor, menos yo. No me hacía ni pizca de gracia acercarme a la ventana y ser testigo directo de aquella ventisca, de aquellos copos blancos que parecían querer tragárselo todo.
Por la noche el hotel organizó una fiesta para poner algo de alegría en medio de la contrariedad. Yo no quería ir, por supuesto no estaba de humor para fiestas, pero las otras tres me llevaron casi a rastras. Afortunadamente al poco rato se olvidaron de mi, y mientras ellas brincaban y reían como locas yo me senté en una esquina. Cerré los ojos y me imaginé lo bonito que sería estar metida en mi cama, en mi casa, poniendo el despertador para levantarme al día siguiente a las seis y acudir al trabajo.
-A mi tampoco me gusta la nieve
Abrí los ojos esperanzada, contenta de que alguien pensara como yo y no me lo podía creer cuando vi que era el monitor de esquí buenorro. El muchacho resultó ser de Cuenca y estar harto de aquel trabajo en medio del frío y la nieve, pero no encontró nada mejor. Su carrera de ingeniería industrial no le había servido para mucho hasta el momento. Comenzó a contarme cosas y con su parloteo incesante me olvidé de la tormenta, de la nieve, de la incomunicación y del retraso en mi vuelta al hogar. Aquel muchacho me hizo mucho más llevaderos los dos días que duró el vendaval. Y muchos más días de mi vida. Con deciros que ahora vivo en Cuenca....

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