Las razones de Mateo - Marián Muñoz



Siendo el mayor de los hermanos, desde bien pequeño conoció las penalidades de la vida, aun así tuvo siempre muy claro cuál era su camino.  Lo siguió, por ello os puedo contar las razones de Mateo.

Vivía en una casa de aldea en la ladera de un monte de la cuenca minera, su abuelo, su padre y su tío Manuel bajaban todos los días al Pozo para arrancar de las entrañas de la tierra ese negro carbón que les daría de comer y les daba prosperidad, tanta que sus padres pudieron concebir cinco hijos.  Siendo bien pequeño comenzó a responsabilizarse de algunas tareas en la casa.  Tenían animales que eran atendidos por su abuela ayudada por los nietos, una pequeña huerta que trabajaba su madre quien también se ocupaba de las labores de la casa y cuidar de los más pequeños.
A la escuela tenían que ir caminando durante tres cuartos de hora, por la mañana era más rápido al tener que bajar del monte, pero a la vuelta no sólo le pesaba la jornada de estudio, sino la cuesta tan pronunciada que había hasta su casa.  Al principio le acompañaba su madre, hasta que se quedó embarazada y comenzó a ir sólo.  En cuanto los demás tuvieron edad para escolarizarse, era él quien les acompañaba y procuraba que no se despistaran. 
A pesar de las fuertes nevadas en invierno, intentaba no faltar nunca pues le gustaba lo que en la escuela aprendía, el contacto con otros niños del pueblo y lo bien que olía la maestra, siempre a rosas.  El mapa que tenían colgado en una de las paredes del aula le mostraba que había otros mundos más allá de su valle y estaba decidido a visitarlos, cuando fuera mayor, se iría de allí y conocería otras gentes que vivían de una forma tan distinta a la suya.
Pero su proyecto tuvo que aplazarlo, un día volviendo de clase con los pequeños sólo encontró a la abuela en casa, llorando desconsoladamente, no había rastro de su madre ni de los dos más pequeños.  Asustado consiguió sonsacar a su abuela que una vecina vino para advertirles de un accidente en la mina, en el turno de su padre, su abuelo y su tío, por eso su madre no estaba allí, había ido corriendo al pozo para ver si todos estaban bien.  La intranquilidad no le dejaba estar de brazos cruzados y bajó a la carrera para acompañar a su madre. 
Una multitud se agolpaba alrededor de la boca del pozo, tal parecía la boca del infierno que el cura describía en sus homilías, entre una nube de polvo negro y luces mortecinas iban asomando lentamente los mineros que habían sobrevivido, algunos con heridas o golpes, pero vivos, en cuanto aparecían su familia se acercaba con júbilo al comprobar que estaba bien, cuando salían los del equipo de salvamento con una camilla sobre la que yacía un cuerpo tapado, todo eran lloros y gritos desgarradores de dolor.
Su padre salió caminando y sin titubear corrió hacia él con los brazos extendidos, pero su cara mostraba tal tristeza y dolor, que no hubo felicidad en el encuentro, en ese momento sacaban en camilla a su abuelo y a su tío, fallecidos por el derrumbe de la galería en la que se encontraban picando.
Tras los funerales y posterior entierro en el cementerio familiar, le obligaron, porque no había más remedio, a dejar la escuela y ponerse a trabajar en la mina, tenía que ser ahora uno de los hombres que mantuvieran a la familia, y al ser el mayor le correspondía.  Con pena y dolor tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar, al principio en el exterior de la mina, ayudando con las carretillas, las mulas y en aquellas tareas que sus cortos catorce años podían permitirle.  El sueldo era muy inferior al de su padre, pero al fin y al cabo era dinero para el sustento familiar.
Su niñez se vio truncada, pero su afán de conocer mundos no lo olvidaba, aprendía con facilidad y se granjeó el cariño de los mineros, por supuesto que había más niños en su misma situación, pero eso no le consolaba. 
Fue testigo de tres accidentes más, hasta que su padre falleció en uno de ellos, y a los diecisiete años recién cumplidos tuvo que bajar a la mina a picar carbón.  Para aquel entonces debido al trabajo en el campo y en el exterior de la mina se había convertido en un hombre de complexión fuerte, con una agilidad y destreza en sus manos que muchos envidiaban, y sin perder la ilusión de su vida, comenzó una nueva, la de picador.
Su entusiasmo y juventud le facilitó el ser uno de los mejores, el que más arriesgaba y el que mejor sabía que veta había que picar y donde había que apuntalar.  Aprendía rápido de los más antiguos e incomprensiblemente usaba todos aquellos medios de seguridad que los capataces les indicaban.  Sí, era más rápido y cómodo picar sin careta, pero él veía todos los días como los más viejos tosían sangre y respiraban mal hasta extenuarse por culpa del polvo que la mina producía, la palabra silicosis era algo que flotaba en el ambiente, algo que destrozaba al minero por dentro y le convertía en un guiñapo hasta matarle, él no quería acabar así y adoptaba todas aquellas medidas de prevención que le indicaban.  Quería salir de allí e irse muy lejos cuando se jubilara, si es que lo conseguía, y no quería que sus pulmones le postraran en una silla cuando saliera.


Su vida discurría paralela a la de sus compañeros, el día de paga se iba de juerga con ellos y se emborrachaba, no tanto como los demás porque su salario era necesario en casa.  Uno de sus hermanos también entro en la mina, pero nunca en su cuadrilla.  Tuvo varias novias que en cuanto conocían su escasa intención por el matrimonio, le dejaban.
Y así fue sobreviviendo día a día, del trabajo a casa y de casa al trabajo, y cuando descansaba se ocupaba de labores de mantenimiento en la granja, salvo en las fiestas del pueblo, no se permitía ni un día de asueto.
Vio como su madre y su abuela fallecieron, sus dos hermanas se casaron y el pequeño de todos consiguió salir de la cuenca minera, estudiar y trabajar en la ciudad, un logro del que estaba satisfecho, porque había sido participe de ello.
A pesar de la dureza de su vida, consiguió prosperar, vendieron las tierras y la granja, se compró un piso en la población más cercana, un coche grande y tenía la cuenta del banco bien saneada.  Cuando le llegó la jubilación todavía tenía ganas de ver mundo, y se marchó, allí no había nada que le atara.  Se despidió de todos y se fue a Perú, siempre quiso ver las ruinas de Machu Pichu, y hasta allí viajó.  Pasó cerca de un año en tierra extraña, visitando ese país y los colindantes, gracias a su pensión vivía a cuerpo de rey aunque no hacía alarde de riqueza.  En aquellos días conoció a Mayra, una peruana madurita de buen ver que le introdujo en una ONG de ayuda a los hijos de mineros.  Las condiciones de trabajo en aquellas minas eran como las que conoció cuando su abuelo, estaban muy anticuadas, y todas las semanas había fallecidos por accidentes.  La casualidad hizo que conociera a Illari, un niño de apenas 5 años que todas las tardes acudía a la mina en busca de su padre, su madre había fallecido y no conocía ningún otro familiar.  Deambulaba todo el día alrededor del poblado, y cuando su padre salía se iban a casa y por fin podía comer algo y descansar.  Era poco más que un niño de la calle, salvo porque tenía un padre y una casa.
Pero llegó el fatídico día en que Illari no pudo volver a casa con su padre, había fallecido por el derrumbe de un túnel, junto con otros 27 más, salió en las noticias de todo el país, las televisiones de medio mundo pasaron por allí para difundir la desgracia.  Mateo sólo se fijó en el niño, solitario, con el moco colgando de tanto llorar y muerto de hambre sin nadie que se ocupara de él.  Se le acercó e intentó consolarle, parecía que había conseguido hacerse su amigo y lo llevó a su hotel, le lavó, le dio de cenar y le acostó en su cama.  Nunca antes había sentido nada igual, ese niño le producía sentimientos encontrados, por un lado quería acogerle y ocuparse de él al verlo tan indefenso, por otro estaba acostumbrado a vivir sólo y buscar compañía cuando le apeteciera.  El sentimiento de compasión pudo más, y al día siguiente propuso a Mayra la adopción de Illari, quería cuidarlo y educarlo y proporcionarle todo lo que él no tuvo.
Otro año más tuvo que quedarse en Perú para tramitar la adopción, mientras tanto vivían los dos en el hotel, el pequeño iba a la escuela y se encargaba de llevarle y recogerle, de velarle los sueños cuando estaba enfermo y reñirle cuando hacía alguna trastada, eso sí, con todo el cariño del mundo.  Por fin se lo pudo llevar a casa, fue un niño feliz y estudioso, tanto que ahora es el ingeniero encargado de los pozos mineros de toda la cuenca, esporádicamente baja a la mina, porque lo lleva en la sangre, pero esa es otra historia.
Lo que aquí quería contar es que gracias a las razones que Mateo adoptó en su vida, yo estoy aquí, porque Mateo es mi abuelo.  También vivo en la cuenca minera, aunque no en el monte, y soy profesora en el Instituto.  Procuro que todos los niños y niñas que pasan por aquí no se centren sólo en el trabajo de la mina, sino que salgan del valle y vean otros mundos en donde puedan desarrollar ampliamente sus capacidades.


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