Perico
era muy mal comedor, cada vez que se sentaba a la mesa era un
suplicio para su madre, con mucha paciencia intentaba que comiera
algo para alimentarlo lo mejor posible. Pero nada le gustaba, a sus
cuatro años era el más delgado de su clase, si bien en altura los
pasaba a todos.
Habían
probado hacer el avión, cantarle canciones o ponerle delante del
televisor para entretenerlo y que sin darse cuenta fuera comiendo.
Los nuevos sistemas siempre funcionaban al principio, pero sólo al
principio, en cuanto conocía la rutina, se aburría y dejaba de
comer, cerraba la boca, miraba para otro lado o lo regurgitaba sin
tener cuidado.
Hasta
que un día llegó su abuela con un pañuelo,
no era una pañuelo
cualquiera, tenía en él dibujado un paisaje de campo, sólo se lo
dejaba a las horas de comer, y gracias a él comenzó a ingerir la
comida que su madre le cocinaba, fuese lo que fuese no le hacía
ascos a nada, pudo crecer aún más y engordar un poco, todo gracias
al misterioso pañuelo.
La
historia que su abuela le contaba era la siguiente: “Este pañuelo
te enseña un trocito de la granja donde vive el abuelo Fernando. Ya
sabes que allí hay vacas,
cerdos, pollos y muchas ovejas. Tienes que buscar donde están
todas”. A Perico lo de buscar le encantaba, y consiguió encontrar
a las ovejas, los cerdos, los pollos, pero a la vaca
no, ésta se resistía a aparecer, hasta le puso nombre, pero por más
que la llamaba nunca se asomaba, su mamá le animaba a buscarla bien,
porque por allí estaba pastando, quizás detrás de un árbol, o
tapada por aquella loma, pero la vaca
allí estaba y pronto aparecería.
De
una vez para otra se le olvidaba donde se habían escondido los
animales, y comida tras comida se entretenía encontrándolos y
llamando a la vaca para que apareciera, y su madre al fin encontró
la manera de que comiera.
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