La
niebla lo cubría todo. Casi no se veía a un palmo de distancia en
aquella aciaga noche.
La
Gran Luna apenas era visible, y la luz que se filtraba a través de
la neblina daba a todo el paisaje un aire espectral.
La
Joven Arquera detuvo el caballo y se bajó. Cogió las bridas con
fuerza, temiendo verse sola en aquel paisaje fantasmal y solitario.
Árboles resecos y piedras enormes eran su única compañía. Aparte
de algún que otro ave de funesto augurio, revoloteando a ras de
tierra.
Miró
a un lado y a otro del camino, sin saber por cuál decidirse.
Debía
pensar rápido. El Príncipe Edmund, El Oscuro ya habría enviado a
sus hombres tras ella y su Tesoro: El Colgante Mágico que revelaba
el futuro, y que escondía en sus ropajes.
Volvió
a montar y espoleó al caballo, dirigiéndolo hacia el Camino del
Sur, hacia la tierra de su familia a donde no había vuelto hacía
varios años. Ni siquiera sabía si todavía vivían allí, o si sus
padres habrían muerto.
Desechó
esos tristes pensamientos de su cabeza y se esforzó por seguir
cabalgando. Después de varias horas, tanto ella como su montura se
resentían.
–
¡¡¡Maldita sea!!! –bramó Edmund El Oscuro desde el patio de su
castillo. – ¡Maldita y mil veces maldita sea esa Arquera! ¡Y
vosotros, inútiles, organizad una patrulla e id en su busca!
¡¡¡YA!!!
Su
cara estaba deformada y desencajada por la furia y el odio que
destilaban sus palabras y sus gestos, no solo hacia la que le había
robado su preciado tesoro, sino hacia todos los allí reunidos.
Mientras
rompía en trozos la flecha que sujetaba la nota clavada por la
Arquera en una de las puertas, anunciando su hazaña, El Oscuro se
dio la vuelta bruscamente. Sus ropajes chocaron con varios barriles,
desparramando su contenido por el patio del castillo.
–
¡¡Y limpiad todo este desorden!!
Subió
escaleras arriba, hacia sus aposentos, lanzando toda clase de
improperios a sus sirvientes. Su esposa, lanzando altivas miradas de
desprecio a los súbditos, le imitó.
Ambos
desaparecieron de la vista, pero las maldiciones vertidas aún
resonaban entre las frías piedras del patio.
El
capitán de la guardia se recompuso y organizó a sus hombres,
dividiéndolos en varios escuadrones, que recorrerían los cuatro
puntos cardinales en busca de la fugitiva, que les llevaba varias
horas de ventaja.
- ¡Ay, muchacha! No sabes lo que has hecho al enfrentarte a Edmund. Su cólera caerá sobre ti y tus descendientes… – Uno de los soldados se lamentó en voz baja, mirando al cielo, y esperando que la Arquera fuera lo suficientemente sensata para haber ideado un plan de huida.
La
voz del jefe de su escuadrón le sacó de sus ensoñaciones, y tuvo
que pensar en la Arquera como el enemigo más peligroso a batir de
todo el Reino.
Una
hilera casi interminable de perros de presa, caballos y jinetes
armados hasta los dientes salió por las puertas del castillo, en
dirección a los cuatro puntos cardinales.
Su
caballo se había hecho daño con una piedra oculta, así que se bajó
a examinarle el casco herido. Le dio una palmada en el lomo,
acariciándolo suavemente.
–
No me falles ahora, chico, tenemos que seguir.
Empezó
a llover y un rayo iluminó el cielo. El ruido del trueno que llegó
después la cogió desprevenida. El caballo se asustó y se
encabritó. Y se lanzó a una carrera desesperada campo a través.
Los
gritos de la Arquera no consiguieron detener al animal, que corría
enloquecido sin rumbo, arrastrando a su amazona detrás.
–¡¡¡SOOO!!!
¡¡¡Caballo, detente!!! –gritaba mientras era arrastrada entre
las piedras del camino. – ¡¡Maldito animal!!
El
caballo, asustado, no respondía más que a su instinto y galopaba
furioso.
Unos
kilómetros más lejos, grupos de caballos con sus jinetes iniciaban
la misma ruta de la Joven Arquera bajo la lluvia.
Cuando
el animal se detuvo, exhausto, cerca de una granja solitaria y
semiderruida, ella aún agarraba las bridas. La tormenta había
cesado. Pájaros nocturnos ululaban a lo lejos.
Un
granjero que había salido en busca de su perro extraviado, encontró
su cuerpo muy malherido, con la ropa hecha jirones, cubierta de
sangre, lodo, musgo y ramas. A su lado, el caballo, ya tranquilo,
mordisqueaba la hierba, aún húmeda por la lluvia.
Con
ayuda de su hijo, el hombre consiguió trasladar a la Arquera dentro,
y la recostó con cuidado en un jergón.
–
Has sido muy valiente, muchacha. – Susurró, casi reverente,
mientras retiraba algunas ramas que quedaban aún prendidas en la
ropa de la Arquera. – Nadie se había atrevido a enfrentarse a El
Oscuro en años.
–Y
tardarán mucho en volver a hacerlo, padre. – respondió su hijo,
asustado, con un hilo de voz y el miedo reflejado en sus ojos.
El
muchacho, a indicación de su padre, colocó con reverencia las pocas
pertenencias de la Arquera en un rincón y trajo un cuenco con agua.
La Arquera, muy débil, apenas pudo beber. Se desmayó, por el dolor
de las heridas.
Afuera,
la tormenta volvía. Y al ulular de las aves se había unido el de
los perros de presa de los hombres de El Oscuro en busca de la
fugitiva.
El
granjero intentó mitigar el dolor de la muchacha. Pero a su buena
voluntad se unían sus escasos medios y sus nulos conocimientos
médicos. Ni él ni su hijo pudieron hacer nada por la Joven Arquera,
que falleció antes de poder beber un segundo sorbo del cuenco.
–Descansa
en paz, Arquera, y que los Dioses te guarden. – musitó, cerrándole
los ojos y tapándola con una vieja manta.
A
su lado, su hijo, derramaba lágrimas en silencio.
El
granjero rebuscó entre las pertenencias de la joven y, finalmente
encontró el Colgante Mágico. Lo envolvió en trapos y lo lanzó por
una ventana.
–
¡¡Esto es lo que buscáis!! ¡¡Ahí lo tenéis!! ¡¡Dejadnos en
paz!! –gritó a la oscuridad.
–
¡Padre, cuidado!
La
advertencia de su hijo fue inútil. Una lluvia de flechas
incendiarias había hecho diana en el techo de paja de su
desvencijada casa.
Las
noticias de la trágica muerte de La Joven Arquera corrieron como la
pólvora por los cuatro puntos cardinales del Reino.
En
el castillo la malévola carcajada de venganza de Edmund El Oscuro
resonó por todos los rincones, maldiciendo a sus súbditos. El
Colgante Mágico volvía a ser suyo. El Futuro de todo el Reino
seguiría estando en sus manos.
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