Desde
mi jubilación tenía mucho más tiempo libre y visitaba con mayor
frecuencia a mi hermana mayor Helena, “Helena con H” como ella
siempre recalcaba, que seguía viviendo en la casa donde habíamos
nacido.
Me
encantaba pasear por el pueblo y alrededores, visitar las zonas donde
jugué de niño y charlar tranquilamente con los vecinos. Disfrutaba
con la toponimia, tenía ya un extenso listado de nombres de fincas y
su origen más probable. Había llegado incluso a identificar el
posible trazado de una calzada romana a través de nombres de prados
como “La calzada”, “La calzadiella”, “La calzadina” o “El
camín”.
Un
día, siguiendo la pista de la calzada, visité un pueblo vecino y un
abuelo, ya muy mayor, me dijo: ¿Tú eres hijo de Enrique el de la
Cotoya, verdad?, eres igual que él”. “Si”, le dije,
“pero se equivoca usted, no es Cotoya es Cotroya”. El abuelo
comenzó a reírse diciendo “¡Este Enrique!, ¿Se murió sin
contarte el porqué?” y empezó a narrarme la historia más
increíble que jamás había oído:
“Tu
abuela, que era muy mandona, le tenía prohibido a tu abuelo
acercarse a un chigre y en casa no había alcohol ni en el botiquín.
Tu padre, -¡qué buen carpintero era tu padre!, ¿sabías que él me
hizo la mesa y las sillas del comedor?-, te decía que tu padre
estaba coladito por tu madre y tu madre por él, pero tus abuelos no
lo aprobaban. Un día se presentó en La Cotoya decidido a pedir la
mano de tu madre y llevó de regalo un caballo de madera que él
mismo había hecho.”
“Si,
lo conozco perfectamente, aún está adornando el salón” le dije.
El abuelo sonrió y continuó hablando:
“Cenaron
los cuatro juntos y acabada la misma, las mujeres se retiraron como
era tradición y quedaron solos tu padre y tu abuelo, el uno
dispuesto a pedir la mano y el otro convencido de darle el no más
rotundo.
Tu
padre se dirigió hacia el caballo de madera, abrió un compartimento
y sacó un par de botellas de sidra y un vaso envuelto en papel de
periódico. Tu abuelo, que muy a su pesar llevaba 20 años sin probar
la sidra, observó las botellas estupefacto y miró en todas
direcciones a ver si alguien los había visto. Fue relativamente
fácil de convencer y ante la sorpresa de tu abuela, terminó
aceptándolo como yerno. Se casaron y fueron a vivir con ellos. Tu
padre le cambió el nombre a la casa e hizo ese magnífico cartel de
madera que aún cuelga en el portón “LA COTROYA”. Sé, que
con mucha frecuencia, se llevaba el caballo al taller para hacerle
reparaciones y siempre volvía con algo más de peso. Fue su secreto
durante unos cuantos años hasta que murió tu abuela”.
Empecé
a reírme y no puede parar, Cotroya, Helena con H, jajajajajaja, ¡Qué
grande mi padre!
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Buenisimo, parece real, seguramente es anecdótico no? De no serlo tomen nota del dato. Por cierto, gracias por compartir, es una lectura dulce como la mandarina de Valencia. Ya te corresponderé con otro cuento de los que edite con mi padre. Saludos mi buen amigo astur.
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