La Cotoya - Rufino García Álvarez


Desde mi jubilación tenía mucho más tiempo libre y visitaba con mayor frecuencia a mi hermana mayor Helena, “Helena con H” como ella siempre recalcaba, que seguía viviendo en la casa donde habíamos nacido. Me encantaba pasear por el pueblo y alrededores, visitar las zonas donde jugué de niño y charlar tranquilamente con los vecinos. Disfrutaba con la toponimia, tenía ya un extenso listado de nombres de fincas y su origen más probable. Había llegado incluso a identificar el posible trazado de una calzada romana a través de nombres de prados como “La calzada”, “La calzadiella”, “La calzadina” o “El camín”.

Un día, siguiendo la pista de la calzada, visité un pueblo vecino y un abuelo, ya muy mayor, me dijo: ¿Tú eres hijo de Enrique el de la Cotoya, verdad?, eres igual que él”.  “Si”, le dije, “pero se equivoca usted, no es Cotoya es Cotroya”. El abuelo comenzó a reírse diciendo “¡Este Enrique!, ¿Se murió sin contarte el porqué?” y empezó a narrarme la historia más increíble que jamás había oído:

Tu abuela, que era muy mandona, le tenía prohibido a tu abuelo acercarse a un chigre y en casa no había alcohol ni en el botiquín. Tu padre, -¡qué buen carpintero era tu padre!, ¿sabías que él me hizo la mesa y las sillas del comedor?-, te decía que tu padre estaba coladito por tu madre y tu madre por él, pero tus abuelos no lo aprobaban. Un día se presentó en La Cotoya decidido a pedir la mano de tu madre y llevó de regalo un caballo de madera que él mismo había hecho.”

Si, lo conozco perfectamente, aún está adornando el salón” le dije. El abuelo sonrió y continuó hablando:

Cenaron los cuatro juntos y acabada la misma, las mujeres se retiraron como era tradición y quedaron solos tu padre y tu abuelo, el uno dispuesto a pedir la mano y el otro convencido de darle el no más rotundo. Tu padre se dirigió hacia el caballo de madera, abrió un compartimento y sacó un par de botellas de sidra y un vaso envuelto en papel de periódico. Tu abuelo, que muy a su pesar llevaba 20 años sin probar la sidra, observó las botellas estupefacto y miró en todas direcciones a ver si alguien los había visto. Fue relativamente fácil de convencer y ante la sorpresa de tu abuela, terminó aceptándolo como yerno. Se casaron y fueron a vivir con ellos. Tu padre le cambió el nombre a la casa e hizo ese magnífico cartel de madera que aún cuelga en el portón “LA COTROYA”.  Sé, que con mucha frecuencia, se llevaba el caballo al taller para hacerle reparaciones y siempre volvía con algo más de peso. Fue su secreto durante unos cuantos años hasta que murió tu abuela”.

Empecé a reírme y no puede parar, Cotroya, Helena con H, jajajajajaja, ¡Qué grande mi padre!





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1 comentario:

  1. Buenisimo, parece real, seguramente es anecdótico no? De no serlo tomen nota del dato. Por cierto, gracias por compartir, es una lectura dulce como la mandarina de Valencia. Ya te corresponderé con otro cuento de los que edite con mi padre. Saludos mi buen amigo astur.

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