Se abrió la
puerta del ascensor y allí estaba ella, como cada mañana. Con
esa cara de beata despistada, como si acabara de llegar a la gran
ciudad. Aunque disimulara con su voz dulce y me dirigiera esa sonrisa
bondadosa mañanera a mí no me engañaba. Esas viejas cotillas eran
una plaga.
Me había mudado
por enésima vez hacía tres meses. Ya estaba harto de pisos
compartidos, pisos sin ascensor, pisos antiguos sin reformar, pisos
con olor a pantano,... Por mediación de un colega que trabajaba en
una multinacional inmobiliaria encontré el que sería mi piso
definitivo en el que volaría y viviría solo, a mi aire, sin
controles de ningún tipo.
Mientras
trasladaba mis pertenencias ella fue la primera a la que me encontré.
Fue muy amable, incluso se ofreció a llevarme el bonsái hasta el
apartamento.
Todas las tardes,
al volver de trabajar, a eso de las 7, me la encontraba en mi puerta
con una bandeja de dulces, ‘para el café, que este azúcar no
engorda, es todo casero...’. Los fines de semana el pasillo se
llenaba de aroma a guiso. Y al mediodía allí estaba delante de mi
puerta con una ollita, ‘es que los jóvenes coméis tan mal...te
vas a quedar en los huesos...’
Yo no me podía
negar ante aquella amabilidad desinteresada. A pesar de que no me
gustaba que husmearan en mi vida le cogí cierto cariño y la dejaba
hacer en la cocina, casi como si fuera la suya propia.
Una tarde al
llegar a casa descubrí algo raro. Mis pocos muebles habían cambiado
de sitio. Mi sillón estaba adornado con un tapete de ganchillo, como
aquellos que mi abuela solía hacer en las tertulias con sus amigas.
Mi moderna cafetera de cápsulas había desaparecido. Su sitio lo
ocupaba una rechoncha cafetera italiana, parecida a la que mis padres
compraron al casarse y que aún conservaban cuando me marché. Y
encima de mi cama, eso fue el colmo, una manta de rosillas de
ganchillo de todos los colores.
Miré el
calendario. 2015. No me había confundido. Miré la manta y los
colores chillones de las rosillas me marearon y creí volver a los
años 70. Y me vi en una foto de tonos desvaídos por el tiempo,
envuelto en una manta similar, abrazado a mi madre.
A pesar de mis
viajes, mis contactos y mis proyectos millonarios volví a ser un
niño de diez años.
Recuperado de la
colorista impresión, llamé a la puerta de mi vecina con la manta
doblada. Ella me recibió con una sonrisa, no sé si de felicidad o
de satisfacción por mi torpeza al haber tardado tanto en
descubrirla. Reconocí, a pesar de los años pasados, a aquella tía
que dejó el pueblo buscando una vida mejor, libertad, independencia,
y todo lo que yo creía haber conseguido. Y que se escondía detrás
de la aparente torpeza de la vejez y una sonrisa de beata.
La vecina
cotilla, que parecía que era tonta, y no lo sabía nadie que
de tonta no tenía un pelo, me había engañado como a un pardillo.
Pese a todos mis másteres del universo, mis tres idiomas y mi don de
gentes con los que me creía independiente y cosmopolita, mis raíces
familiares eran muy hondas y tiraban de mí para plantar mis pies
bien firmes en la tierra.
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