Las tenues luces
producen reflejos extraños en la superficie lacada del machacado
piano. Y su voz suena algo distorsionada a través del micro.
Deberían haber cambiado el sistema de sonido hace mucho tiempo.
Pero habría
tanto que cambiar. Desde el mantel floreado de las mesas de los -ya
escasos- clientes, hasta las escayolas amarillentas y decadentes que
decoran las paredes, o las candilejas fundidas del escenario. Que en
lugar de alumbrar ofrecen un lúgubre juego con más sombras que
luces.
Su voz rota y
gastada por el tiempo sigue sonando entre las notas del poco afinado
instrumento y las volutas de humo de cigarros añejos. Porque aún se
puede fumar en el local. Y cada noche alguien saca un cubo con
colillas malolientes al callejón donde se acumula la basura.
El tiempo pasa
fuera. Todo cambia, todo se renueva, todo se mueve, cada vez más
deprisa.
Pero entre las
cuatro paredes del vetusto piano bar, entre volutas de humo, ginebra
barata y candilejas fundidas, la cantante entona las mismas viejas
canciones que de pequeña soñaba interpretar en un local de moda
lleno de luces, animación y champán francés.
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