Adriano se sentó en el asiento del conductor como todas las
mañanas a la misma hora. Las siete y comenzaba la jornada de la Ceca
a la Meca y de la Meca a la Ceca, siempre lo mismo, siempre la misma
monotonía, personas que subían aquí y bajaban allá, amas de casas
que iban al mercado, caballeros respetables vestidos de gabardina al
estilo inglés que se dirigían a sus serios trabajos en la ciudad,
niños cargados con mochilas que con caras de pocos amigos afrontaban
la jornada colegial. Así era la vida de Adriano como chófer de la
línea de autobús de la que era titular desde hacía bastantes años,
rutinaria desde luego, tranquila indiscutiblemente, y es que después
de su peripecia vital eso era lo que se merecía, tranquilidad,
charlas con los viajeros, bromas con los pequeños…. Por la cuenta
que le traía, había de ser así.
*
Adriano, de muchacho, había sido un pendenciero al que le
gustaba más la juerga que a un tonto un caramelo. Y de manera
inversamente proporcional le gustaba el mundo laboral. Ya desde bien
joven dejó patente su gandulería. Sus padres quisieron darle
estudios pero fracasaron en el intento y viendo que el muy ladino
tomaba el camino de la parranda su progenitor le dio un ultimátum: o
se ponía las pilas y se buscaba un trabajo o se agenciaba otra teta
de la que chupar. Adriano le vio las orejas al lobo y después de
mucho pensar decidió hacerse conductor de autobús, como su abuelo
materno, el cual había pilotado los primeros autobuses que habían
circulado por la ciudad de La Coruña, de la que era oriundo.
Sacarse el carnet de conducir autobuses no fue cosa fácil para
un zoquete como el que nos ocupa, al menos el teórico, puesto que lo
suyo no era estudiar. Ocho o nueve veces se hubo de que presentar al
examen y cuando estaba a punto de tirar la toalla, una equivocación
en la corrección de las pruebas, de la que nadie se percató jamás,
le dio el aprobado y por ende la posibilidad de comenzar las
prácticas en carretera. Sorprendentemente se reveló como un piloto
de primera. De la misma manera que había sido un zopenco para el
aprendizaje teórico, desde que se puso al frente de un volante
demostró haber nacido para ello. Dominaba el autobús con la
agilidad propia de un chofer experimentado y en menos que canta un
gallo tuvo el carnet de conducir en la mano.
El abuelo, que por aquel entonces ya era muy mayor, pero que aun
conservaba amistades en la empresa de autobuses en la que había
trabajado, le buscó un enchufe de primera en la misma, y a los dos
meses de obtener la preceptiva licencia ya estaba trabajando como
conductor de autobuses de un transporte escolar.
Al principio todo fue muy bien. Aunque los niños no eran lo
suyo y Adriano siempre los había considerado un poco cargantes,
también es cierto que el hombre tenía el don de abstraerse ante
aquellas situaciones que le resultaban desagradables, así que tomó
por costumbre hacer caso omiso a aquellos enanos que no hacían más
que pegar gritos y moverse sin sentido ni consideración de un lado
para otro. Fue precisamente él quién solicitó por primera vez un
cuidador que le echara una mano con semejantes monstruos, dada la
posibilidad, nada remota, de que terminaran provocando algún
altercado del que no habrían de salir muy bien parados, ni él mismo
ni aquellos energúmenos que parecían haber salido de la época de
las cavernas, dada su escasa urbanidad.
Conseguido tal cuidador, cargo que recayó en Manuel Luaces, un
viejo conocido suyo famoso por sus dotes como payaso gracias a las
cuales mantenía a los pequeños a raya, y conforme fue pasando el
tiempo, a Adriano se le metió en la cabeza que aquel ir y venir
peregrinando por los colegios, siempre el mismo recorrido, no estaba
hecho para un hombre como él y mucho menos por el mísero jornal
que le pagaban, que no daba ni para cubrir sus gastos de juerguista
empedernido. Claro que, bien pensado, tampoco era cuestión de
abandonar una ocupación que tanto esfuerzo le había costado
conseguir, más que nada por no darle un disgusto a su abuelo y por
no aguantar las letanías de sus padres.
Su materia gris, que era más bien escasa y de muy poca calidad,
se puso a trabajar, en la medida de lo posible, y llegó a una
conclusión más bien pobre: debía buscarse una tarea paralela a su
trabajo de chofer con el fin de salir un poco de la rutina y llenar
más el bolsillo. Sin embargo tan brillante deducción no hizo más
que añadir un problema más a su ya enmarañado cerebro, puesto que
dada su natural torpeza, no figuraba entre sus habilidades otra
actividad más que no fuera la conducción, cosa que, como ya se ha
dicho, desarrollaba con una destreza fuera de lo normal.
Andaba dándole vueltas a la cabeza en busca de esa supuesta
nueva tarea, incluso acariciaba la descabellada idea de hacerse
piloto de rallies, cuando sus jefes le comunicaron de manera
sorpresiva su ascenso. Don Fulgencio Malaespina, director de la
empresa, lo llamó a su despacho y le habló de forma casi solemne.
-Eres el mejor conductor que tenemos –le dijo mientras
encendía un puro y le ofrecía uno a él, que lo rechazó con un
gesto – Mi hermano Agripino y yo hemos estado hablando y creemos
que el transporte escolar es poco para ti. Te mereces algo más, como
por ejemplo una línea de cercanías. Hemos pensado que tal vez la
ruta entre Villaconejos y San Bartolomé sea la adecuada para ti.
Sabemos que es una carretera complicada, con muchas curvas y algunos
terraplenes, pero precisamente por eso creemos que tú eres la
persona idónea. Los niños son unos pesados y sabemos que te sacan
de quicio, además, en consideración a los servicios prestados por
tu abuelo años ha, hemos decidido premiarte con este ascenso. Eso
sí, aunque te parezca extraño este progreso laboral que te
proponemos lleva consigo una disminución del sueldo, disminución
que, por otra parte, se puede considerar nimia, pues no llega ni a
las quinientas pesetas. Y te preguntarás el porqué de semejante
mengua en tu salario, pues bien, yo te lo voy a explicar. El
trabajar en el transporte escolar, si bien es la última escala de
nuestras categorías, lleva consigo un generoso plus de peligrosidad,
dada la suma diligencia que hay que poner al desarrollar una
actividad laboral rodeado de pequeños, plus que, como es obvio, no
cobrarás en tu nueva ruta. El aumento de sueldo que va parejo a la
subida de categoría es menor que el mencionado plus, es por eso que
acabarás cobrando cuatrocientas setenta y dos pesetas menos,
cantidad insignificante, sobre todo si la comparamos con el
reconocimiento de que serás objeto entre tus compañeros.
Aceptó Adriano las condiciones del ascenso de buen grado y
salió del despacho más contento que unas castañuelas, mientras el
jefe lo veía alejarse pensando para sus adentros que aquel muchacho
no podía ser más imbécil, dado lo fácil que había sido engañarlo
con el cuento del ascenso para endilgarle una ruta que nadie quería
y por la que, hasta el momento, habían tenido que pagar al titular
de turno de la misma una cantidad más que considerable, que rondaba
el doble de lo que cobraba aquel bobo con el transporte escolar.
Sólo cuando llevaba dos o tres semanas en su nuevo trabajo se
dio cuenta Adriano de que no había sido buena idea aceptarlo,
simplemente por el menoscabo económico que debían soportar su
bolsillo. De nuevo volvió a acariciar la idea de buscarse una
ocupación paralela, la cual le vino de mano de una de las pasajeras
del bus, de improviso, cuando menos se lo esperaba.
La vio subir a su autobús una fría mañana de invierno bien
temprano. Iba vestida de manera tan llamativa que era prácticamente
imposible no fijarse en ella. Con unos zapatos de tacón alto en
color fucsia, un vestido dorado tan ceñido al cuerpo que las
costuras estaban a punto de reventar y la cara maquillada en exceso
cual fulana a punto de hacer la calle, Oliva Torres se subió al bus
de Adriano dispuesta a llegar a San Bartolomé y mendigar por los
bancos de la zona aquel que tuviera a bien concederle un préstamo
para pagar la multa que le había caído por practicar el intrusismo
profesional. De ello se enteró Adriano cuando la mujer se apeó en
la parada correspondiente y Gabriela Quincoces, una vieja cotilla
cuya mayor diversión era contar chismes y difundir rumores, se lo
contó en petit comité.
-Ejerció de médico cuando no sabe hacer ni la o con un canuto y
ahora tiene que conseguir dinero para pagar la multa que le han
impuesto si no quiere perder la tienda y el bar que regenta con su
marido.
Al principio Adriano pensó que le importaban un carajo las
dificultades que hubiera de pasar aquella mujer para conseguir
dinero, sin embargo de pronto una luz iluminó su seco cerebro y sus
neuronas parieron una feliz idea. Prestamista, esa sería su nueva
profesión, usurero, era evidente que no encontraría jamás mejor
manera de conseguir dinero fácil y aquella morcilla con patas que
había transportado en su autobús iba a ser su primera víctima.
Tan contento estaba el bobo de Adriano con su maravillosa idea
que no se dio cuenta del primer gran impedimento que se le iba a
cruzar en el camino a la hora de desenvolver su flamante ocupación.
No tenía un duro y si quería dedicarse a la usura debería de estar
en posesión de unos mínimos fondos para poder realizar los
préstamos preceptivos. Sólo cuando ya había conseguido contactar
con Oliva Torres y ofrecerle la ayuda económica que la mujer
precisaba, cayó en la cuenta de que de algún lado iba a tener que
sacar semejante cantidad de dinero, que se remontaba a quinientas mil
pesetas del ala, de las de hace unos cuantos años. No obstante y
para amarrar el negocio, le hizo firmar a Oliva el contrato de
préstamo, según el cual le cobraría unos intereses del treinta y
siete por cien y se le quedaría con el bar y con dos tierras de
labradío en caso de impago, contrato que la mujer firmó sin
rechistar, pues visto el estado de desesperación monetaria en el que
se encontraba no era cuestión de ser remilgada en exceso. Le
prometió Adriano ingresarle el dinero en su cuenta bancaria al cabo
de dos, a lo sumo tres días, plazo que se dio a sí mismo para
dilucidar de dónde rayos podría sacar tal cantidad de pasta.
Ya cuando pensaba que no iba a ser capaz de conseguir la suma
prometida a la muchacha, una carambola del destino le hizo dar de
bruces con la misma. Resultó ser que la mañana que Don Agripino
llamó a toda la tropa de conductores para hacerles entrega de sus
respectivos salarios, Adriano se percató de que en el cajón del
escritorio del que el jefe iba sacando los sobres con el dinero,
había una pequeña caja metálica en la que, seguramente, guardaría
más dinero. Aquella misma tarde, de vuelta del último servicio,
vacía la oficina de personal, Adriano se coló en el despacho del
jefe y accedió al susodicho cajón, y del cajón tomó la caja
metálica, que para su delicia no estaba cerrada con llave y guardaba
en su interior, tal y como él había previsto, la friolera de dos
millones de pesetas. A Adriano casi le da un pasmo cuando contó el
dinero y, aunque tuvo que alejar de sí la tentación, no se hizo con
más capital del que necesitaba para darle el préstamo a Oliva
Torres, pues es de todos sabido, pensó en aquel momento con gran
tino por su parte, que la avaricia rompe el saco.
Gran revuelo se armó a la mañana siguiente cuando entre todo
el personal se difundió la noticia del robo. Se hicieron todo tipo
de conjeturas y a primera hora de la tarde los jefes convocaron en la
sala de juntas a todos los empleados de la empresa, tanto conductores
como las señoritas componentes del equipo de administración. Don
Agripino, hombre más serio y comedido que su hermano Fulgencio, se
dirigió con calma a todos los presentes, conminándoles a que
contaran lo que supieran, si es que sabían algo, ofreciendo una
recompensa a quien diera alguna pista que permitiera encontrar al
ladrón. Don Fulgencio cerró intervenciones con un discurso fuera de
lugar sobre la honradez y la falta de valores, lo desagradecidos que
podían llegar a ser algunos con la mano que les daba de comer y unas
cuantas amenazas solapadas que llevaría a cabo sin duda alguna como
no apareciera el dinero en el plazo máximo de dos días.
Ni que decir tiene que no apareció. Aquella pequeña fortuna
fue a parar a manos de Oliva Torres mientras Adriano se frotaba las
manos con las sustanciosas ganancias que le iba a proporcionar su
negocio. Pero bien es cierto que el muchacho no consideraba el robo
como tal, pues nunca jamás había tenido intención de no
devolverlo, muy al contrario, desde el primer momento decidió que
según la prestataria le fuera devolviendo el dinero, él repondría
lo robado, quedándose únicamente con el lucro procedente de los
intereses, que por derecho propio le correspondía.
Así fue que cada día cinco de mes, en cuanto Oliva le
ingresaba en su cuenta el importe del préstamo, Adriano descontaba
su propia ganancia y el resto lo devolvía a la pequeña caja
metálica de la que él mismo lo había sustraído, sin darse cuenta
de que con ello se estaba cavando su propia tumba. Los jefes, al
percatarse de la maniobra, decidieron montar vigilancia, pues era
evidente que, de seguir con semejante movimiento, el culpable del
robo sería descubierto con suma facilidad, como así ocurrió. El
tercer mes que Adriano se coló en el despacho de sus jefes a
devolver la consabida cantidad mensual, se encontró con que ambos le
esperaban escondidos debajo de la mesa y le pillaron con las manos en
la masa. Obviamente Adriano fue despedido de la empresa y obligado a
reponer la cantidad sustraída ipso facto.
El disgusto que dio a sus padres y sobre todo a su abuelo, fue
mayúsculo. Su padre lo quería echar de casa acusándolo de ser la
deshonra de la familia y fue gracias a la intercesión del abuelo,
que a pesar de ser conocedor de los defectos de su nieto lo adoraba
de forma inexplicable, por lo que Adriano se pudo quedar en la casa
familiar y no convertirse en un sin techo.
Siete meses después el abuelo enfermó de una gripe que ya no
se pudo sacar de encima y que le llevó a la tumba en menos que canta
un gallo. A Adriano aquella muerte lo dejó triste y desolado pues, a
pesar de que el pobre hombre tenía ya muchos años, era su único
apoyo en una familia que lo trataba como a un renegado, no sin razón,
también era cierto. Sin embargo su difunto abuelo todavía le había
de dejar un legado inesperado. Una semana después de su muerte
apareció por casa de Adriano Don Agripino solicitando una entrevista
con el muchacho. A éste comenzaron a temblarle las piernas en cuanto
vio a su antiguo jefe, temeroso de que pudiera reclamarle algo más
de lo que ya había tenido que darle, por ello no dejó de
sorprenderse cuanto el buen hombre le habló
-Me he pensado mucho el dar este paso o no –comenzó a decir
Don Agripino con su natural calma y sapiencia – he sopesado los
pros y los contras de una decisión que espero no sea mi ruina, y al
final he decidido hacer caso a los ruegos de tu abuelo. Unos días
antes de su muerte, cuando ya estaba medio enfermo, vino por la
oficina y me rogó que te volviera a contratar. Me dijo que no eras
mal muchacho, tal vez un poco bobo, y que nada le gustaría más que
siguieras sus pasos. Tuvimos una larga conversación, no voy a entrar
en detalles que a ti no te importan lo más mínimo, y cuando se fue
nos despedimos con un abrazo que yo presentí el último, como así
fue. Después de ello analicé la situación, y he decidido ofrecerte
de nuevo un puesto de conductor, fundamentalmente en aras a dos
cosas: la primera y más importante, el aprecio y el respeto que
siempre sentí por tu abuelo; la segunda, el hecho de que, aunque nos
hubieses rodado el dinero, lo estabas devolviendo, lo cual demuestra
que no eres tan ruin como en principio pareciste. Así pues puedes
volver a trabajar de chofer para nuestra empresa, pero eso sí:
estarás vigilado en todo momento y si das un paso en falso entonces
ya puedes olvidarte de nosotros para siempre. Por cierto, ¿eres tan
idiota que nunca pensaste que si nos hubieras pedido el dinero
prestado no hubiéramos puesto inconveniente?
No estaba demasiado seguro Adriano de semejante afirmación,
pero ya daba lo mismo. Aceptó el trabajo y mirando al cielo dio las
gracias a su abuelo y se prometió a sí mismo no volver a cometer
tontería alguna
*
Treinta y seis años lleva Adriano de conductor en la misma
empresa. De la Meca a la Ceca y de la Ceca a la Meca, siempre la
misma rutina, la misma generosa y feliz rutina diaria que le hace
feliz, sin pensar en otras ocupaciones. Tiene la mejor: ser chofer de
su querido autobús.
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