Vidas encontradas (capítulo 9) - Relato encadenado





 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPÍTULO 9



Hacía días que reinaba en su vida una tensa calma. Después de los acontecimientos sucedidos últimamente, de la repentina reaparición de Lola en su vida, volviéndolo todo patas arriba, de pronto su mundo parecía haber regresado a la normalidad, salvo por algunos detalles. Echaba de menos a Richi, a su perra, su trabajo y el dinero que la arpía de su hermana le había robado del banco. Afortunadamente lo del dinero había tenido solución, pues el director le había tramitado un préstamo momentáneo que se cancelaría en cuanto recuperase su pecunio. Pero Richi se había marchado a Roma por cuestiones de trabajo y no había vuelto a saber nada de él y Marilín continuaba en poder de su hermana vayan ustedes a saber dónde. Aquellas dos ausencias le provocaban una desazón de la que no se podía desprender por más que lo intentaba. Sólo se sentía bien cuando se tomaba los tranquilizantes, pero era consciente de que no podía depender de unas malditas pastillas toda la vida.
La tarde anterior había acompañado a Rebeca a la clínica en la que le habían practicado el aborto. Todo se había desarrollado con normalidad y al salir se habían dirigido a su propia casa, en la que su amiga pasaría la noche. Se había inventado una cena con antiguas compañeras y le había dicho a su marido que probablemente se quedara a dormir en casa de alguna.
Antes de irse a la cama estuvieron hablando de lo ocurrido aquellos últimos días. Rebeca le contó que Raúl estaba muy raro, que las cosas entre ellos no marchaban bien del todo y no era capaz de explicar el porqué. Ciertamente que había caído en los brazos de Leo porque su matrimonio estaba inmerso en una rutina agobiante, casi insoportable, pero ello no quería decir que no amara a su marido y mucho menos que rondaran por la cabeza planes algunos de separación. Sin embargo desde hacía unas semanas Raúl se mostraba frío, distante, en ocasiones distraído, como si estuviera pensando en asuntos que a ella se le escapaban.
–Además he revisado su móvil y hay un número extraño que se repite con demasiada frecuencia –concluyó.
Beatriz no dijo nada. Ya bastante drama personal tenía ella misma como para encima tener que aguantar los problemas matrimoniales de su amiga.
–Un día me atreví a seguirlo –continuó diciendo Rebeca– y llegó hasta una pensión de mala muerte a las afueras de la ciudad. Pensión... Mediterráneo... no, no, Cantábrico. Estoy segura de que se citó allí con alguna mujer. No me quedé a esperar su salida. No me vi con fuerzas.
Esta vez Beatriz miró a su amiga con curiosidad. No le parecía el estilo de Raúl engañar a su mujer quedando con cualquier furcia en una pensión cochambrosa. Siempre había sido un tipo con clase. Insulso, simple y gris, pero con clase. Le gustaba el dinero y la posición. Raúl era de quedar en un NH y no en un nido de cucarachas, al menos si las intenciones eran echar un polvo de manera clandestina.
–No creo que te esté engañando –contestó– No seas paranoica, probablemente tuviera que ir por trabajo, a reparar cualquier desaguisado informático.
Rebeca pareció medio convencida ante la respuesta de Beatriz, sin embargo fue la propia Beatriz la que se quedó dando vueltas al asunto. Ya en la cama, en la oscuridad de su cuarto, arrebujada entre las mantas, recordó la manía que le tenía Raúl, desde siempre, sobre todo desde que Rebeca le dijo en una fiesta que salían juntos y ella, medio borracha, le preguntó que qué hacía con un hombre sin sustancia. Rebeca se lo tomó como una broma, pero él no, él desarrolló una inquina malsana hacía ella que había durado toda la vida y que no moriría jamás. El día que había salido con su mujer de la comisaría la había fulminado con la mirada.
Intentó alejar de su cabeza tales pensamientos. Últimamente parecía que la paranoica era ella. Todo el mundo le parecía sospechoso. A todos analizaba con minucia por si les encontraba algún punto de unión con Lola, como si el mundo entero estuviera en su contra. Finalmente se quedó dormida. Durmió de un tirón, cosa extraña las últimas semanas, y despertó cuando los primeros rayos del sol se colaban por la ventana. Miró el reloj y vio que pasaban de las diez. Se levantó y fue a la habitación que ocupaba Rebeca. Ya se había marchado a trabajar, aunque ella había insistido en que no lo hiciera, que se tomara por lo menos uno día descanso, pero no hubo manera.
Se dio una ducha rápida y se preparó un café mientras pensaba lo que iba a hacer durante el día. No poder ir a trabajar la exasperaba. Y a aquellas alturas todavía no sabía nada del expediente que le habían abierto. Como tardaran mucho iba a tener que buscar una ocupación alternativa, o ponerse a hacer macramé aunque fuera, el caso era pasar las horas ocupada de alguna manera. De pronto el sonido agudo e insistente del timbre la rescató de sus cavilaciones. Acudió a abrir la puerta y se encontró con un hombre singular al que no había visto en su vida. Era bajo de estatura, con unas gruesas gafas de pasta que daban a su rostro aspecto de ave rapaz, calvo y con el escaso pelo que le quedaba un tanto grasiento. Sonrió a Beatriz, dejando entrever unos dientes amarilleados por el tabaco y un poco irregulares.
–¿En qué puedo ayudarle? –pregunto ella educadamente.
El hombrecillo sacó algo del bolsillo interior de su desgastado gabán y se lo mostró a Beatriz. Era una placa de la policía.
–Lupino Archival Mendotti, oficial de policía. Me han asignado su caso. ¿Podemos hablar un momento?
Beatriz lo hizo pasar mientras pensaba que a menudo elemento le habían asignado su caso, no parecía muy espabilado, la verdad, lo cual quería decir que el maldito comisario no le daba demasiada importancia a las peripecias de su hermana.
Se sentaron a la mesa de la cocina, Beatriz le ofreció un café que Lupino rehusó aduciendo que tenían que ir al grano.
–Hemos estado investigando tanto su partida de defunción como la noticia del periódico y efectivamente ninguna es real. En el registro Civil de Santander no consta ningún difunto con este nombre. Por cierto, ¿ha estado usted alguna vez en Santander?
–Por supuesto, cuando era una chiquilla veraneaba todos los años allí con mis padres, de hecho morí ahogada en la playa del Sardinero, tal y como dice el periódico ese que tienen ustedes.
Lupino la miró de forma atravesada. No le gustaba nada el tono de burla que Beatriz había utilizado, pero decidió pasarlo por alto, no era cuestión de andar a la gresca, no haría más que entorpecer su investigación.
–También hemos comprobado que la noticia está manipulada. Por esas fechas falleció una muchacha de su misma edad que también se llamaba Beatriz, Beatriz Morales García, ahogada en la playa de la Malvarrosa, en Valencia. Alguien muy avieso manipuló la noticia del periódico e hizo parecer que la ahogada había sido usted, en Santander. Lo que no hemos podido averiguar es quién hizo las falsificaciones tan perfectas, ni la de la noticia ni la de la partida de defunción. Usted no tendrá alguna idea, por casualidad.
–Pues no, no tengo ni idea de quién pudo ser, aunque supongo que alguien que tenga que ver con mi hermana y que la está ayudando. ¿A ella no han conseguido encontrarla?
–Me temo que no. Estoy empezando a pensar que se ha ido al extranjero. Tengo a mi ayudante, Fabián, un hombre muy sensato, investigando sobre ello.
–Ni hablar –repuso Beatriz con firmeza– Lola nunca deja nada a medias. Está aquí para joderme la vida y no parará hasta conseguirlo.
De pronto se le vino a la mente Raúl. Recordó que mientras estudiaba la carrera de informática trabajó como chico de los recados en un periódico que dirigía un tío suyo. ¿Y si tenía algo que ver con Lola? Quizá la visita a aquella pensión... Miró a aquel estúpido de Lupino y se dijo que lo mejor que podía hacer, dadas las escasas luces que parecía tener, era echarle una mano en la investigación y decidió hablarle de Raúl y de la pensión Cantábrico.
–A lo mejor yo puedo tener una idea de dónde se esconde mi hermana. ¿Ha oído usted hablar de la Pensión Cantábrico?
Lupino se puso colorado hasta la punta de la calva. A aquella pensión solía acudir cuando le apetecía echar un polvo con alguna puta callejera. El dueño lo conocía de siempre, por lo que no le hacía mucha gracia investigar in situ, pero claro, eso no podía decírselo a Beatriz.
-¿De verdad cree que su hermana se va a esconder en un lugar como ese? –preguntó finalmente.
–Es el último lugar en el que nadie la buscaría. ¿Por qué no vamos ahora hasta allí? Yo le acompaño.
Media hora después el utilitario de Lupino, un Seat Ritmo del año de la polka, estaba apostado cerca de la puerta de la pensión, aunque lo suficientemente lejos para que ni él ni Beatriz, pudieran ser vistos. No sabían bien lo que iban a encontrar, probablemente nada, así que se armaron de paciencia dispuestos a esperar acontecimientos. Durante la mañana no ocurrió nada extraño, es más, casi nadie entró ni salió de aquel antro. Al mediodía fueron a comer algo a una tasca cercana. Durante la comida a Lupino se le soltó la lengua y contó toda su vida, vida que, por otra parte, a Beatriz le importaba un pimiento, por lo que se limitó a escuchar con paciencia y a decir a todo que sí. Alrededor de las tres de la tarde regresaron a su puesto de guardia y esta vez sí que tuvieron suerte. Las intuiciones de Beatriz se convirtieron en realidad y una hora después de comenzar la vigilancia vieron salir de la pensión a Raúl portando una bolsa de deportes.
–¡Ése! –exclamó, no sin cierta sorpresa– Ese es Raúl, el marido de mi amiga Rebeca. No me puede ver.
Lupino se limitó a observar al hombre con gesto interesante.
–Estoy segura de que ahí está Lola, o ha estado... no sé.
Sin embargo otra sorpresa esperaba a nuestra pareja, pues apenas cinco minutos después de Raúl, salió por la puerta de la pensión el Doctor Gutiérrez.
–¿Gutiérrez? –exclamó Beatriz-- ¿Qué hace este tío aquí? Aquí se cuece algo más gordo de lo que yo pensaba. Creo que voy a salir a investigar.
Lupino era consciente de que quién tenía que salir a investigar era él, que para eso era policía, pero la verdad es que agradecía enormemente la iniciativa de Beatriz, así él no tendría que pasar por el bochorno de presentarse ante el dueño de la pensión. Aún así se dijo que debía meterse en su papel y disimular un poco.
–Está bien, formemos un equipo. Usted va a investigar y yo me quedó aquí vigilando. Si veo alguna cosa extraña le envío un whatsapp y sale usted pitando de ahí.
Beatriz salió del coche y se acercó con paso firme y decidido a la pensión. Entró y pudo ver detrás de un mostrador medio destartalado a un muchacho joven y fornido que la desnudó con la mirada.
–Hola preciosa –le dijo-- ¿Pero tú no te habías marchado este mediodía? ¿O acaso me recuerdas y quieres volver a retozar conmigo?
A Beatriz ya no le quedó duda de que Lola había pasado por allí. Cosa típica de ella, tirarse a todo tipo de buen ver que se cruzara en su camino, en eso no había cambiado nada.
–No seas estúpido y dame la llave del cuarto que me he dejado una cosa olvidada y tengo prisa.
El mozo le dio la llave sonriendo y ella subió con prisa las escaleras hasta el primer piso. Encontró en seguida la puerta de la habitación y entró. Era un cuarto oscuro, con los muebles viejos y desgastados, las cortinas raídas y la moqueta con abundantes quemaduras de cigarrillos. Olía a una mezcla extraña de humedad y fluidos corporales. El aire era denso y casi irrespirable. Beatriz abrió los cajones de las mesillas de noche y miró dentro del armario. Todo estaba vacío. Cuando estaba a punto de salir vio un objeto que sobresalía debajo de la cama. Era una pequeña libreta de tapas azules. La cogió y se dispuso a salir de allí. Cerró la puerta tras sí y entonces escuchó voces que provenían de la escalera. Reconoció sin lugar a dudas la del doctor Gutiérrez. Una sensación de pánico la envolvió y miró a su alrededor buscando un lugar en el que esconderse. Vio a su izquierda una especie de contenedor y no dudo un instante en meterse dentro. En su interior había sábanas y toallas usadas que desprendían un olor nada agradable. Beatriz tuvo que reprimir una arcada mientras escuchaba al doctor Gutiérrez conversar con otro hombre a la puerta de la habitación. Maldijo mentalmente a Lupino por no haberla avisado. Si había tenido algunas dudas sobre su incompetencia se le habían disipado todas. Entonces sonó el tono de su whatsapp, una vez, y dos, y tres. Era Lupino advirtiéndole de la llegada de Gutiérrez. Beatriz rogó porque aquellos dos no hubieran escuchado el tono de los mensajes, pero el silencio que se hizo al otro lado del contenedor, era demasiado elocuente.








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