Cuando mi hermana hizo su Primera Comunión, mamá
se empeñó en que celebráramos el convite en casa. No íbamos a ser
mucho invitados, era verano y el jardín era el lugar perfecto
para la reunión. Contrató a una cocinera para que se ocupara de las
viandas. Llegó el día anterior. Un mujer de color, enorme, con cara
de pocos amigos, taciturna… vamos, un encanto. Me llamó la
atención su peluca
rubia platino que contrastaba sobremanera con el color de su piel.
Tenía obsesión con el ajo. Cada vez que yo entraba en la cocina me
miraba de forma atravesada mientras le daba con energía al almirez
machacando ajos. Curiosamente la comida estaba buena, ni rastro del
ajo. Cuando se fue pronunció una frase inquietante mientras me
miraba desde el fondo de la negrura de sus ojos: “Aquí hay malas
vibraciones”. Y después aquel olor a ajo que comenzó a extenderse
por toda la casa… Mamá no conseguía quitarlo con nada, ni
ambientadores hiper potentes, ni remedios caseros aparentemente
infalibles… Hasta que descubrió la razón. El ajo que machacaba la
cocinera estaba esparcido por toda la casa, escondido en las
esquinas. El olor duró hasta mucho después de limpiarlo. Supongo
que lo haría para ahuyentar las malas vibraciones. Y creo que dio
resultado porque la vida sigue como antes. Yo por si caso ya me he
hecho con unas cuantas cabezas de ajo.
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