Sé
que lo que les voy a contar puede parecer inverosímil, pero le juro
que no lo es. Puede incluso que lleguen a pensar que es producto de
una mente enferma, y en eso no les voy a quitar razón porque hasta
yo misma lo he pensado. Últimamente había llegado a la conclusión
de que mi mente no funcionaba como era debido, y por eso decidí
ponerle remedio. Pero bueno vamos al grano, porque me imagino que
querrán saber cómo he llegado a semejante situación.
Soy
gorda, bastante gorda...bueno, obesa mórbida no eh... pero vaya, que
de la talla 56 no bajo ni de coña. Y no es que coma mucho, o eso me
parece a mí, que no como mucho, tal vez lo haga de manera un tanto
desordenada. Puedo pasarme un día sin apenas probar bocado y al
siguiente meterme entre pecho y espalda y atracón de cualquier cosa
que encima me deja el estómago cual si me hubiera tragado una piedra
de molino. El caso es que harta de ver y sobre todo de palpar, esos
michelines blandos y casi gelatinosos que rodeaban con insistente
cariño mi cintura, un día me fije en una de esas dietas milagro que
anuncian por internet, esas que te aseguran perder un montón de
kilos en tiempo record y sin pasar nada de hambdre, y me lancé de
cabeza.
Me
presenté en el lugar indicado, una clínica a simple vista estupenda
y maravillosa, atendida por unas chicas de sonrisa perfecta, (como de
anuncio de clínica dental y no de adelagazamiento) y simpatía sin
límites, que me condujeron hasta el consultorio del gurú de la
périda de peso sin sacrificio, del milagro de las calorías, un
médico.... bueno un hombre joven, guapo y con una labia fuera de
serie.
El
muchacho en cuestión después de explicarme durante unos diez
minutos por qué había gente gorda y delgada, por qué unos
engordábamos más que otros comiendo lo mismo y esas cosas, se
centró en mi persona, no mucho tampoco, no se vayan a creer. Me
pesó, me midió por aquí y por allí y llegó a la conclusión de
que me sobraban 40 kilos, nada más y nada menos. Deshacerme de ellos
iba a ser pan comido, según él, porque su dieta era sumamente
sencilla. Tomar este producto al desayuno, este otro al mediodia y
bla, bla, bla.... Vale ¿y qué más? Pregunté yo.
-Nada
más – respondió él – Si tú te tomas estos productos no vas a
tener hambre, eso te lo aseguro yo, y si acaso la tienes pues la
engañas con cualquier cosilla, tú por eso no te preocupes.
Pues
vale. Ilusa de mí. Salí de allí habiendo dejado medio sueldo en
sus putos productos, pero más contenta que unas castañuelas
pensando en aquellos pantalones de la talla 42 que había visto en un
conocido comercio presente en todo el país, y en los que iba a
conseguir introducirme más pronto que tarde.
Comencé la dieta al día siguiente. Desayuné el batido aquel de
fresa, que sabía a todo menos a fresa y me fui a trabajar. Las
primeras tres horas fueron un sin vivir. Era como si no hubiera
desayunado nada. Mis tripas reclamaban su ración de comida y yo no
hacía más que pensar en engañarlas. Pero el hambre, cual si sus
palabras retumbaran en mi cerebro, me decía que no, que a ella no
era tan fácil engañarla, que el doctorcillo ese de pacotilla no
sabía lo que decía, que el hambre solo se saciaba comiendo y
comiendo bien.
Cuando dieron las once salía al café. Entonces me tocó tomar una
barrita dietética de cereales ue más bien parecía serrín
prensado. De nuevo fue como si no comiera nada. Me hubiera tragado un
jabalí entero, pero no podía, aunque en realidad si el médico me
había dicho que engañara el hambre con cualquier cosa... pues me
pedí un sandwich vegetal, ligerito, con su tomate, su lechuga, su
mayonesa... pero porquita eh. Nadie se imagina lo que disfruté
mientras me lo zampaba. Era como si mis papilas gustativas jamas
hubieran catado semejante manjar, claro que después tuve que
soportar la voz de la conciencia, que me decía que cuando se trataba
de engañar el hambre igual hubiera sido mejor hacerlo con una
manzana, o una mandarina....
Intenté
seguir mi vida normal y así me pasé los primeros quince días,
tomando aquellos productos de mierda e intentando engañar el hambre
con lo que tenía más a manos, daba igual lo que fuera. Poco a poco,
entre la voz del hambre y la de mi conciencia mi cerebro se iba
volviendo chiflado y alguna noche me desperté creyendo escuchar
aquelles voces de verdad.
Lo
peor fue cuando volví a la consulta y en lugar de adelgazar había
engordado dos kilos. Y el tío, que no me preocupara, que al
principio era normal, que el cuerpo tenía que adaptarse al nuevo
tipo de alimentación. Y yo de tonta volví a creerle y salí de allí
habiéndole regalado la otra mitad del sueldo que me quedaba.
Han
pasado ya tres meses y mi cuerpo lleva acumulados seis kilos más que
al principio, se ve que no acaba de adaptarse, y mi cabeza está
totalmente desquiciada, tanto que finalmente decidí acudir al
psiquiatra. Esta mañana he ido a verle, un tío muy majo. Se lo he
contado todo, de pe a pa y cuando terminé, se me quedó mirando y
después de llamarme incauta con palabras muy finas y elegantes que
disimulaban muy bien el insulto, me ha dado la tarjeta de una
endocrina amiga suya a la cual llamé nada más salir. Me debió de
ver muy mal porque me dio cita para esta tarde. Acabo de salir de su
consulta. Me ha mandado hacer análisis y me ha dado cita para dentro
de una semana a recoger la dieta personalizada que me va a preparar.
-No te
hará falta engañar al hambre y mucho menos a tí misma. Comerás
sano y adelgazarás si haces lo que yo te digo.
Espero
que sea así. Ella es mi última esperanza.
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