Engañar el hambre - Gloria Losada




Sé que lo que les voy a contar puede parecer inverosímil, pero le juro que no lo es. Puede incluso que lleguen a pensar que es producto de una mente enferma, y en eso no les voy a quitar razón porque hasta yo misma lo he pensado. Últimamente había llegado a la conclusión de que mi mente no funcionaba como era debido, y por eso decidí ponerle remedio. Pero bueno vamos al grano, porque me imagino que querrán saber cómo he llegado a semejante situación.
Soy gorda, bastante gorda...bueno, obesa mórbida no eh... pero vaya, que de la talla 56 no bajo ni de coña. Y no es que coma mucho, o eso me parece a mí, que no como mucho, tal vez lo haga de manera un tanto desordenada. Puedo pasarme un día sin apenas probar bocado y al siguiente meterme entre pecho y espalda y atracón de cualquier cosa que encima me deja el estómago cual si me hubiera tragado una piedra de molino. El caso es que harta de ver y sobre todo de palpar, esos michelines blandos y casi gelatinosos que rodeaban con insistente cariño mi cintura, un día me fije en una de esas dietas milagro que anuncian por internet, esas que te aseguran perder un montón de kilos en tiempo record y sin pasar nada de hambdre, y me lancé de cabeza.
Me presenté en el lugar indicado, una clínica a simple vista estupenda y maravillosa, atendida por unas chicas de sonrisa perfecta, (como de anuncio de clínica dental y no de adelagazamiento) y simpatía sin límites, que me condujeron hasta el consultorio del gurú de la périda de peso sin sacrificio, del milagro de las calorías, un médico.... bueno un hombre joven, guapo y con una labia fuera de serie.
El muchacho en cuestión después de explicarme durante unos diez minutos por qué había gente gorda y delgada, por qué unos engordábamos más que otros comiendo lo mismo y esas cosas, se centró en mi persona, no mucho tampoco, no se vayan a creer. Me pesó, me midió por aquí y por allí y llegó a la conclusión de que me sobraban 40 kilos, nada más y nada menos. Deshacerme de ellos iba a ser pan comido, según él, porque su dieta era sumamente sencilla. Tomar este producto al desayuno, este otro al mediodia y bla, bla, bla.... Vale ¿y qué más? Pregunté yo.
-Nada más – respondió él – Si tú te tomas estos productos no vas a tener hambre, eso te lo aseguro yo, y si acaso la tienes pues la engañas con cualquier cosilla, tú por eso no te preocupes.
Pues vale. Ilusa de mí. Salí de allí habiendo dejado medio sueldo en sus putos productos, pero más contenta que unas castañuelas pensando en aquellos pantalones de la talla 42 que había visto en un conocido comercio presente en todo el país, y en los que iba a conseguir introducirme más pronto que tarde.
Comencé la dieta al día siguiente. Desayuné el batido aquel de fresa, que sabía a todo menos a fresa y me fui a trabajar. Las primeras tres horas fueron un sin vivir. Era como si no hubiera desayunado nada. Mis tripas reclamaban su ración de comida y yo no hacía más que pensar en engañarlas. Pero el hambre, cual si sus palabras retumbaran en mi cerebro, me decía que no, que a ella no era tan fácil engañarla, que el doctorcillo ese de pacotilla no sabía lo que decía, que el hambre solo se saciaba comiendo y comiendo bien.
Cuando dieron las once salía al café. Entonces me tocó tomar una barrita dietética de cereales ue más bien parecía serrín prensado. De nuevo fue como si no comiera nada. Me hubiera tragado un jabalí entero, pero no podía, aunque en realidad si el médico me había dicho que engañara el hambre con cualquier cosa... pues me pedí un sandwich vegetal, ligerito, con su tomate, su lechuga, su mayonesa... pero porquita eh. Nadie se imagina lo que disfruté mientras me lo zampaba. Era como si mis papilas gustativas jamas hubieran catado semejante manjar, claro que después tuve que soportar la voz de la conciencia, que me decía que cuando se trataba de engañar el hambre igual hubiera sido mejor hacerlo con una manzana, o una mandarina....
Intenté seguir mi vida normal y así me pasé los primeros quince días, tomando aquellos productos de mierda e intentando engañar el hambre con lo que tenía más a manos, daba igual lo que fuera. Poco a poco, entre la voz del hambre y la de mi conciencia mi cerebro se iba volviendo chiflado y alguna noche me desperté creyendo escuchar aquelles voces de verdad.
Lo peor fue cuando volví a la consulta y en lugar de adelgazar había engordado dos kilos. Y el tío, que no me preocupara, que al principio era normal, que el cuerpo tenía que adaptarse al nuevo tipo de alimentación. Y yo de tonta volví a creerle y salí de allí habiéndole regalado la otra mitad del sueldo que me quedaba.
Han pasado ya tres meses y mi cuerpo lleva acumulados seis kilos más que al principio, se ve que no acaba de adaptarse, y mi cabeza está totalmente desquiciada, tanto que finalmente decidí acudir al psiquiatra. Esta mañana he ido a verle, un tío muy majo. Se lo he contado todo, de pe a pa y cuando terminé, se me quedó mirando y después de llamarme incauta con palabras muy finas y elegantes que disimulaban muy bien el insulto, me ha dado la tarjeta de una endocrina amiga suya a la cual llamé nada más salir. Me debió de ver muy mal porque me dio cita para esta tarde. Acabo de salir de su consulta. Me ha mandado hacer análisis y me ha dado cita para dentro de una semana a recoger la dieta personalizada que me va a preparar.
-No te hará falta engañar al hambre y mucho menos a tí misma. Comerás sano y adelgazarás si haces lo que yo te digo.

Espero que sea así. Ella es mi última esperanza.
Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario