-- ¡Cuántas cosas tengo
que contaros! decía Martina toda contenta a sus amigas el primer día
de colegio.
Se la notaba muy nerviosa
porque empezaba un nuevo curso, estaba ansiosa por volver a compartir
clases y recreo con sus amigas del alma, con las que llevaba juntas
desde parvulitos y sólo se separaban en verano.
-- He tenido unas
vacaciones estupendas y no me apetecía nada que se terminaran, pero
mi amiga Aisha ha tenido que volver a su casa porque se acabó el
verano y encima hoy empezamos las clases.
-- ¿Qué quién es
Aisha? ¡Uy, ahora os cuento!.
Mi mamá se apuntó para
alojar en casa durante este verano a una niña saharaui llamada
Aisha, vive en el norte de África en el desierto del Sahara, vino a
pasar las vacaciones con nosotros, a la vez que otros niños que
vinieron para disfrutar de los meses de verano con familias
asturianas. Fuimos a recogerla al aeropuerto y no veas la cantidad
de papás y mamás que allí había, bueno, y también muchos niños
que igual que yo esperaban con gran ilusión ver a su nuevo amigo.
Nada más conocerla nos
dimos la mano y desde ese momento nos hicimos grandes amigas, sentí
un gran cariño hacia ella pues es muy risueña, tiene el pelo moreno
rizado y ojos azules como yo, pero los suyos son más grandes. Al
principio no hablaba nada de español, pero no sé cómo lo hicimos
que nos entendíamos a las mil maravillas por mímica, hasta que poco
a poco fue aprendiendo palabras nuestras y nosotros palabras suyas.
Apenas llevaba Aisha una
semana en casa cuando a mamá le llegó una oferta de trabajo que no
podía rechazar, al no poder atendernos ni cuidarnos por su horario
de trabajo, mis abuelos nos llevaron a su casa, y aunque a mí no me
hacía mucha gracia porque son muy mayores, resultó que nos lo
pasamos genial. Viven en la Villa de Avilés, esa que está cerquita
del mar y pegada a una ría donde hay muchos barcos.
Al principio mi abuelo,
era con quien pasábamos más tiempo, y no sabía muy bien como jugar
con nosotras, pero él que es muy listo se dejó aconsejar por la
abuela y resultó ser un compañero de diversión formidable.
En mi maleta además de
mi ropa había llevado a mi osito Ramón y a Carletes para que me
hicieran compañía por la noche, es que soy un poco miedosa, pero
Aisha enseguida me tranquilizó y me explicó que la oscuridad no
tiene por qué dar miedo, si miramos por la ventana al cielo, está
lleno de estrellas y todas ellas nos hacen compañía de noche y nos
cuidan mientras dormimos.
Resulta que los días que
hacía sol el abuelo nos llevaba por la mañanas en autobús a la
playa de Salinas, nos untaba bien con una crema protectora para que
no nos quemáramos la piel y nos enseñaba con el cubo, la pala y el
rastrillo a hacer castillos en la arena o a jugar a la pelota,
después nos mojábamos los pies en la orilla, ya que Aisha nunca
antes había visto el mar y le daba un poco de miedo meterse entera
en el agua.
De vez en cuando la veía
agacharse y coger cosas de la arena, suponía que eran conchas o
piedrecitas que hay en la orilla para llevárselas de recuerdo o para
ver qué era aquello, pero más tarde me di cuenta que no era eso lo
que cogía.
Los días de lluvia
también eran muy divertidos, el abuelo nos calzaba botas de agua,
nos ponía el chubasquero con capucha y nos llevaba al parque del
Muelle, (para nosotras era el de la foquina) a pisar charcos.
Resulta que en un paseo lateral del parque están todas las baldosas
sueltas porque las raíces de los árboles se meten debajo de ellas y
las levantan, cuando llueve y pisas una, ¡zas! El agua que esconden
salta hacia arriba y te chiscan entera, una me llegó hasta la nariz,
no veas lo que nos reímos, así que después de pisar una tras otra
y salpicarnos mutuamente, por supuesto también al abuelo, nos
acercábamos a saludar y abrazar la estatua de la foca Sebastiana,
así la llama el abuelo en honor al puente de San Sebastián, ese que
tiene tantos colorines y que está cerca del parque. Al principio
Aisha tenía miedo de la foca porque no conocía ningún animal que
se le pareciera, pero luego le cogió tanta confianza que se montaba
sobre ella como si fuera un camello, que bien nos lo pasábamos
aunque estuviera lloviendo, el escándalo que armaba la abuela al
llegar a casa empapadas era terrible.
El caso es que ya fuera
en la playa o por las calles cuando paseábamos, había veces que
Aisha se agachaba, cogía algo del suelo y se lo guardaba en el bolso
del pantalón o de la falda. Al principio no daba importancia a lo
que hacía, pensaba que como en su pueblo no había aceras ni paseos,
pues según ella me contó sólo pisaba arena, le gustaba tocar aquel
suelo nuevo aunque estuviera sucio recogiendo piedrecitas de
recuerdo. Hasta que un día en casa buscando un cordón perdido de
mi zapato, abrí el cajón de su mesita de noche, y los vi.
Brillantes y relucientes, cientos de cristales pequeñitos, de color
verde, azul, blanco, no sé, eran muchos, y fue en ese momento cuando
me di cuenta, lo que recogía del suelo en la playa o en la acera,
eran cristales.
No quería ser chivata y
contárselo a la abuelita, pero tenía miedo de que al tocarlos
pudiera cortarse y hacerse daño, estaba asustada y no sabía cómo
resolver aquello, pensé que lo mejor era preguntarle directamente.
-- Oye Aisha, ¿por qué
guardas cristales en el cajón de la mesita de noche? Lo que me
contestó me dejó muy sorprendida.
Resulta que ella vive en
Tinduf con sus abuelos, pues su madre hacía ya dos años que se
marchó de casa para convertirse en una estrella, y en el desierto
por las noches la ve allá arriba, se siente acompañada por su
brillo, pues es la estrella más brillante de todas, pero cuando
llegó aquí y vio que había muchas estrellitas por el suelo que
brillaban por el día y por la noche, se le ocurrió que si juntaba
muchas pequeñas y hacía una grande, tal vez conseguiría que su
mamá estuviera a su lado, y por eso ella recogía todo lo que
brillaba del suelo.
La abuela que en ese
momento estaba apoyada en el quicio de la puerta oyó nuestra
conversación, se acercó a nosotras y nos dio un abrazo muy fuerte,
luego nos dio muchos besos, tras un gran suspiro y con los ojos
brillantes nos explicó que hay veces que las estrellas del cielo
quieren estar tan cerca de sus familias que echan una carrera para
bajar a la tierra, se tropiezan con alguna nube y se rompen en mil
pedacitos, pero que si tiramos al mar esos pedacitos, se vuelven a
recomponer convirtiéndose en una estrella más brillante todavía
que rápidamente sube al cielo para alumbrar y acompañar a sus seres
más queridos, porque la mejor forma que tienen de no separarse de
ellos es cuidar y vigilar sus sueños.
Al día siguiente el
abuelo nos tenía preparada una gran sorpresa, nos llevó hasta el
puerto y nos montamos en un barco, sí si lo que oyes, ya que íbamos
a dar un paseo por la ría, Aisha estaba intranquila porque tanta
agua debajo de sus pies le daba mucho miedo, pero mi abuelo nos puso
un chaleco salvavidas y nos dijo que con él puesto no nos pasaría
nada. Llevábamos en una bolsa todos los pedacitos de cristal de
Aisha y cuando estuvimos muy adentro en el mar los soltamos en el
agua, no paraban de brillar mientras se deslizaban hasta el fondo,
aquello era como un espectáculo de fuegos artificiales, pero ¿sabes
qué? de repente mientras mirábamos al mar, cerca del barco salió
una foquina del agua que al saltar sobre una ola nos chiscó, y nos
dejó empapadas, todos empezaron a reírse y el abuelo dijo que era
su venganza por haberla mojado tantas veces en el parque.
En ese momento sonó la
sirena avisando que se terminaba el recreo, Martina se puso en fila
para entrar a clase y mientras se frotaba las manos dijo a sus
amigas:
-- Mañana os seguiré
contando más aventuras del verano con Aisha y mis abuelos.
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