De la serie "Relatos sobre una cuarentena"
No
llegó a ver el final del caos sanitario y el inicio de la nueva
normalidad anunciada a bombo y platillo. Sentada en el sofá esperaba
su momento para no chocarse con las ansias de calle de tantos
confinados como ella.
Cuando
se decidió a dar el primer paso fuera de sus cuatro paredes ya casi
había pasado el verano. Murió sepultada bajo toneladas de bulos,
mascarillas desechables mal colocadas, noticias falsas, guantes
protectores ensuciando playas y ríos, desmentidos de un lado y de
otro, carteles de ‘se traspasa local ruinoso’, programas
repetidos, ruedas de prensa de cartón piedra, acusaciones de
políticos de tercera regional, reuniones clandestinas y cacas de
perro no recogidas por amos enmascarados.
Al
amanecer del primer día con 0 muertos contabilizados, la
descubrieron unos chavales que volvían de un botellón clandestino.
Escondieron su cuerpo en el arcón frigorífico del chalet de los
padres de uno de ellos. Nadie la echó de menos.
Y
la vida volvió a ser vida...
Hasta
que en el puente de todos los santos, allá por noviembre, los gatos
de los chalets vecinos se colaron en el garaje, consiguieron abrir el
arcón mal cerrado, mordisquearon su cuerpo congelado y a los pocos
días aparecieron cadáveres gatunos en las aceras y jardines de la
urbanización. Las autoridades sanitarias detectaron una nueva cepa
del virus, sin corona, pero aún más peligrosa, ya que afectaba a
mascotas y humanos por igual.
Se
decretó un nuevo estado de alerta sanitaria permanente.
Y
las protectoras de animales se vieron inundadas de reclamaciones de
asilo de mascotas. Millones de perros y gatos fueron abandonados,
esparcieron el virus por todo el planeta.
Esta
vez el fin del mundo llamaba a la puerta bien fuerte. Lo de la
primavera del año 2020 apenas había sido un simulacro.
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