Mis padres se divorciaron cuando tenía 5 años, no recuerdo que fuera traumático porque mi vida empezó a sufrir cambios importantes. Mamá me internó en un colegio de monjas, sor Isolina nuestra tutora se encargaba de enseñarnos a mi y a mis tres compañeras de dormitorio a ser autónomas: asearnos, vestirnos, peinarnos, atarnos los zapatos, guardar nuestra ropa en el armario y hacer la cama, además de aprender los rezos necesarios para hacer la primera comunión.
En clase nos juntábamos con las externas aprendiendo a escribir, leer y algunos números además de los colores y otras cosas divertidas. Era notorio que las internas habíamos madurado antes que las otras y por las tardes después de la merienda y rato de juego, nos ayudábamos con los deberes y pequeñas responsabilidades.
Al empezar las vacaciones de Navidad mamá venía a buscarme para llevarme a casa de los abuelos donde pasaba todas las fiestas. La comida de la abuela estaba mucho más rica que la del colegio, aunque no era mala se notaba que en casa ponían más cariño y ganas en la cocina. Al día siguiente de Reyes aparecía mi madre para llevarme de vuelta al colegio.
En las vacaciones de verano era papá quien aparecía, disfrutando con él los tres meses veraniegos. Nunca hicimos lo normal como ir a la playa, al parque, a la piscina o de campamento, desde el primer día nos íbamos cada mañana al Museo del Prado. Es copista, pinta en un lienzo en blanco uno de los cuadros colgado en las salas del museo. Tenía un pase especial, nos dirigíamos a un pequeño armario donde guardaba sus utensilios de trabajo, una vez instalado tras abrir el caballete, colocado el lienzo y teniendo a mano los oleos, me ordenaba ponerme detrás de él espalda con espalda, y con mi cuaderno de dibujo y mis pinturas, copiara el cuadro detrás suyo.
Al principio no tenía idea de cómo hacerlo, intentaba de reojo observar como lo hacía mi padre para intentar copiarle yo. Así nos tirábamos todas las mañanas de mis vacaciones estivales. En esa época del año el museo suele estar lleno de visitantes, según qué horas el gentío es como una procesión en semana santa, si había mucha gente me sentaba en el banco y pintaba el cuadro de enfrente a mi manera, si la muchedumbre había amainado me tumbaba en el suelo y seguía pintando. Mis creaciones más se parecían a un Picasso o Miró, es decir, garabatos intentando poner algo de vida a la hoja de mi cuaderno. Al ser tan pequeña los vigilantes se apiadaban y a veces me llevaban con ellos a la zona de descanso donde me daban un chocolate o algo de bollería para sobrellevar la mañana. Como me portaba bien, alguno más amable me ilustraba con información de la obra que estaba intentando reproducir. Me hablaba del autor, de la escena representada, de la técnica pictórica, del estilo o época del artista, y yo que era un lienzo en blanco todo lo asimilaba y disfrutaba como una novedad.
Las vigilantes femeninas me caían mejor, me llevaban al interior del museo enseñándome la zona de embalaje de obras que salían a otras exposiciones, el taller de restauración o el almacén donde cientos de obras esperan a ser expuestas, me encantaban aquellos paseos, al menos podía moverme y no permanecer quieta mirando un cuadro. Quien no me caía nada bien era el responsable de seguridad, siempre me miraba como si fuera una amenaza y pudiera estropear algo cometiendo una trastada.
Esas fueron mis vacaciones estivales hasta los 13 años, los funcionarios ya eran amigos, el museo era mi segunda casa, estábamos fresquitos con la canícula que caía fuera del edificio. Siempre intentaba pasar desapercibida, con el tiempo mis dibujos empezaron a ser más precisos de manera que hasta papá me corregía trazos o me enseñaba como captar la esencia del artista. Aquel verano cambiaron al jefe de seguridad, era un hombre más joven y de mejor talante que el anterior, siendo bien conocida por todos al comportarme siempre impecablemente, según las indicaciones de mi padre, supongo que sería la razón por la que caí bien al nuevo, enseñándome los sistemas de seguridad que tenían en todo el museo. Me mostró las dos mesas de control de cámaras, unas de interior y otras del exterior para vigilar en todo momento que nada ni nadie perjudicara a las obras de incalculable valor que allí se cobijaban.
Tanto debió de gustarle mi compañía que incluso me contó un secreto, una vez al trimestre el jefe de policía del museo contrata a un caco para que intente entrar y robar alguna obra. Muy ufano contaba que siempre les cazaban a pesar de que los de seguridad desconocían quien era el contratado ladrón. Aquel asunto me hizo tanta gracia que hasta en sueños veía como un tipo de negro con capucha entraba en el museo y se llevaba las Meninas, aquel hombre presumía de la seguridad que allí imperaba, y pensé que bajarle los humos no estaría mal.
Después de tantos veranos en el museo conocía sobradamente las costumbres de los vigilantes, de los de seguridad, de mantenimiento, del personal de la entrada, en fin, que empecé a tramar un plan para darle un escarmiento y no se confiara. En mi mochila empecé a llevar un tubo de cartón como los que usan para transportar mapas o lienzos, tanto a la entrada como a la salida los vigilantes pensaban que en él llevaba mi copia, y así era, nadie me paró ni me preguntaron qué había dentro. Conocía los horarios del vigilante de sala, cuando venían a buscarle y quien, además de los paseos que se daba el de la sala contigua mientras éste estuviera en el descanso. También recordaba que las cámaras de vigilancia tenían un punto muerto justo en la puerta por donde se accedía al interior privado del museo, estuve unos días dándole vueltas cómo hacerlo y esperando que no me pillaran, decidí ejecutarlo.
Nada más llegar saludé afectuosamente a la vigilante, una joven muy cariñosa, en el abrazo le quité la tarjeta magnética que abría la puerta hacia el interior privado. Cuando llegó su media hora de descanso apareció una compañera, abriendo esta última dicha puerta. Bien, el plan iba según lo ideado. Al poco apareció para echar un ojo la vigilante de la sala contigua, en cuanto se fue me deslicé, abriendo la puerta con la tarjeta robada y cerrando despacio con los oídos bien atentos. La sala de descanso está en la planta baja, pues subí las escaleras hacia el taller de restauración, los trabajadores estaban tan absortos encima de sus obras que no se percataron de mi presencia. Con mucho sigilo me arrimé a la mesa más cercana y un lienzo allí posado, con sumo cuidado, lo enrollé y metí en el tubo de cartón de mi mochila. Despacito y sin meter ruido, volví a la sala rezando para que nadie me viera entrar. Después de asegurarme que no me habían visto, me puse en mi sitio a la espalda de mi padre y seguí pintando en mi cuaderno. La vigilante regresó del descanso, no había notado la ausencia de su tarjeta la cual devolví en un abrazo de despedida hasta el día siguiente.
Como pude disimulé mi nerviosismo, papá guardó sus cosas en el armario de siempre, nos despedimos como cada día y salimos a la calle sin ningún problema. No se lo conté a nadie, no tenía idea del valor de la obra o lo que fuera aquello, pero si no se enteraban, al día siguiente se lo iba a contar al jefe de seguridad, para que viera que su sistema no era tan seguro.
Esa noche apenas pegué ojo de lo excitada que estaba, a mis 13 años recién cumplidos y robando obras de arte, empecé a inquietarme por las repercusiones, pero ya estaba hecho y no podía hacer nada por volver atrás.
Llegó la mañana siguiente y entramos como cada día al museo, papá recogió sus bártulos del armario y nos encaminamos a la sala. El ambiente estaba intranquilo, mucho cuchicheo entre el personal, muchas miradas a todas partes y algunos paseos rápidos y veloces de policías de uniforme y seguratas varios, además de gente trajeada y muy seria. Estaba claro que lo habían descubierto, no deseaba que siguieran pasando aquel mal trago y pedí a la vigilante que llamara al jefe de seguridad pues quería hablar con él. Me despachó educadamente diciéndome que no estorbara y me pusiera a dibujar como siempre. Aun así, insistí en que le diera mi mensaje porque era muy importante. El hombre apareció a última hora de la mañana, unos minutos antes de que nos fuéramos, con el semblante preocupado y muy serio me preguntó lo que quería. Le llevé a una esquina de la sala y le di mi tubo de cartón para que mirara en su interior, al hacerlo no aguantó su rabia, me cogió fuertemente por un brazo llevándome a la zona privada del museo, allí dentro me preguntó sobre el robo, y con la mayor candidez le expliqué que su sistema no era tan seguro, que había un agujero por donde podría colarse cualquiera. No tenía intención de llevarme la obra, sino de demostrarle que debía estar más pendiente del público.
El jefe de Policía del Museo, el director, en fin, todos los jefazos me riñeron, me atemorizaron con ir a la cárcel, pero claro, como iban a explicar al mundo que una niña de 13 años había robado en el Museo del Prado sin que nadie se percatara. Nos echaron del museo y a mi padre le prohibieron la entrada durante 10 años. Menos mal que esa semana terminaba de copiar el cuadro y empezaba otro en el Museo Thyssen, donde pasé parte del verano entre sus paredes. Allí los vigilantes no eran tan amables y como me aburría soberanamente, papá me mandó de campamento donde pude jugar con otras niñas. Había terminado mi etapa de ladrona.
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