La vida es un fraude - Cristina Muñiz Martín



Arístides González, de espaldas a la pared, las palmas de las manos aferradas a ella como si fueran patas de lagartija, miraba a los cuatro soldados que, frente a él, intentaban mantener firmes sus cuerpos y sus fusiles. Los jóvenes se tambaleaban, yendo de un lado a otro, sin conseguir colocar sus armas en la posicón correcta, pues bastante tenían con mantenerse en pie. El teniente, joven y larguirucho, aferrado a un árbol como un recien nacido al pecho de su madre, había dado ya la orden: Preparados, apunten, fuegooo. Solo uno de los soldados había logrado disparar su arma y no en la dirección correcta, pues la bala había pasado rozando la oreja del teniente. Arístides no lo podía creer. Precisamente hoy, decía, precisamente hoy tiene que pasar esto. Vamos, muchachos, vamos, a darle que es mole de olla (1), gritó para infundirles ánimos, mientras su cuerpo, como el del resto de los allí presentes, era agitado por un viento huracanado que arrasaba cuanto encontraba a su paso, elevando por los aires enseres, animales y hombres.
EL teniente ordenó a los soldados sujetarse unos a otros por los cinturones y que después, todos juntos, recogieran a Arístides, poniéndolo en medio de todos ellos. Una vez hecha la cadena, el teniente encabezó la fila para dirigirse de nuevo a la cárcel. Iban pegados unos a otros, los cuerpos curvados, las cabezas gachas, avanzando lentamente debido al vendaval y a las piedras con las que habían llenado sus bolsillos.
Arístides hizo el camino de vuelta refunfuñando, como siempre, aunque sus palabras eran tapadas por el silbido del viento, algo que agradecían sus acompañantes. Ya dentro del recinto, a salvo de las inclemencias del tiempo, la voz de Arístides rebotaba contra las frías paredes de piedra.
--Cállese de una vez, cuate. Cállese o le pego un tiro aquí mismo-- gritó el teniente desesperado.
Arístides calló, pues no le parecía que un tiro en ese momento constituye una muerte honrosa, como le correspondía. Lo llevaron de nuevo a su celda. Marquitos López, su compañero desde hacía tres meses, abrió mucho los ojos y despúes se los restregó con fuerza para asegurarse de que no se trataba de ninguna aparición. Al enterarse de la suspensión de la ejecución, suplicó a los guardias, poniéndose en el suelo de rodillas, que pusieran fin a su sufrimiento pegándole un tiro allí mismo. Los guardias le dirigieron una sonrisa torcida y cerraron la puerta tras ellos, dejando solos a los dos hombres. Marquitos comenzó a golpearse la cabeza contra la pared, pero al primer golpe desistió, pues le dolió mucho, así que tuvo que resignarse a seguir escuchando las eternas quejas de su compañero de celda.
-- Ya ves, compadre, esos hijos de la gran chingada ni siquiera sirven para matar a un pobre hombre como yo.
--¿Te quejas porque no te mataron, pendejo?
-- Sí, me quejo y con razón, porque si era mi hora era mi hora y no otra.
-- Pues a ver si llega la mía porque no te aguanto más.
--Aguanta, compadre, aguanta, que tu hora aún no ha llegado.
El suplicio del que hablaba su compañero de celda era el mismo Arístides, un hombre que había comenzado a refunfuñar en el mismo momento de nacer y que, con toda seguridad, no dejaría de hacerlo hasta que la muerte lo dejara mudo. Arístides había nacido de madre soltera y eso ya le supuso un motivo de queja que, como siempre, le contaba a todo aquel que se cruzara en su camino.
--Pues sí, compadre, mi mamasita no tenía a nadie con ella, ya lo ve, y por ello siempre me tuvo pegadita a sus faldas, muertito de hambre y de pena. Y yo crecí deseando tener un padre, como todos los niños, y ya ve, hasta eso me negó la vida. Para colmo, cuando mi mamasita encontró un hombre fue mucho peor, porque dejó de tenerme metidito entre sus faldas pero seguí muertito de hambre y de pena. Lo normal es que la vida me diera un padrastro malo ¿no cree, compadre? Pues no, mi padrastro salió bueno. Y nunca me pegó, compadre, nunca recibí una paliza como el resto de los niños, ni eso me dio la vida, una paliza que me dejara alguna marca para poder enseñarla. Lo peor fue cuando se empeñó en mandarme a la escuela, a estudiar para hacerme un hombre de provecho y no me pegaba si no iba, pero me castigaba sin comer, para que aprendiera decía. Y yo me moría de penita en la escuela, porque mis ojos buscaban el cielo y la tierra y no esos papeles en los que tenía que escribir, que qué martirio decirle a mis dedos cómo tenían que coger el lapicero y cómo lo tenían que mover. Yo lo que quería era ver a los hombres sembrar, regar, recoger los frutos de la tierra, para aprender a hacerlo y así, cuando llegara el caso, trabajar mi propia tierra. ¿Habrá cosa mejor para un hombre que tener su propia tierra y comer de los frutos de su trabajo? Pues no, compadre, mi padrastro que tenía que ir a la escuela. Y algo fuí, sí, pero lo justo para aprender a leer, a escribir y a conocer los números ¿para qué quería más? Y cuando ya no quise volver a la escuela me mandó a trabajar a casa del amo Luciano, un demonio con botas de cuero y látigo en la mano. Y aprendí la tierra, vaya si la aprendí, a golpe de látigo, sí compadre, yo con trece años, un niño, trabajando como un hombre. Y mi padrastro iba todos los meses a verme, a ver si había cambiado de idea y quería volver a la escuela. Pero aunque trabajaba como un burro y seguía muertito de hambre, me había enamorado como un loco de la hija del amo Luciano y dije que no. Así que allí me dejó ya para siempre, abandonado a mi suerte. Y dejé preñada a la hija del amo a mis quince años, ella tenia dieciséis. Y quiso matarme el amo, a ella no, que por algo era su hija, a ella le buscó un marido para que tapara la falta con un certificado de matrimonio. Yo tuve que irme y dejar allí los frutos sembrados en la hija y en la tierra de mi amo. ¡Ay! qué diferente hubiera sido mi vida si me hubieran dejado quedarme junto a mi Lupita y convertirme así en la mano derecha de mi amo.
Llegado a este punto, Arístides suspiraba, momento que aprovechaban sus oyentes para intentar cambiar de conversación sin lograrlo. Arístides continuaba con su plática quejosa. Que la vida es un fraude, compradre, que tu quieres una cosa y ella siempre te da otra. Que tu piensas que eres joven y de repente te encuentras como yo, con los cuarenta ya cumplidos. Y a esa te das cuenta que ya nunca tendrás ni tu propia casa, ni tu propia esposa ni tus propios hijos. Que tampoco yo los hijos los quería para nada, pero la tierra sí. Y si conseguía la tierra al menos un hijo para dejársela. Pero ni eso me dio la vida. Ya le dije compadre, ya le dije, yo quería la vida de una manera y entre todos me la cambiaron.
--Bien, compadre, vamos a dormir que estoy cansado, otro día me cuenta su vida.
Sus acompañantes quedaban dormidos de puro aburrimiento y Arístides seguía horas hablando, quejándose de su vida y de que nadie quería escucharlo hasta que, agotado, le vencía el sueño.
--Duerman, duerman sin querer enterarse de la verdad. Y la verdad es que la vida es un fraude, al menos la mía que nunca me sale nada bien, que cualquiera decide por mí sin interesarse por mi opinión.
Cuando fue condenado a muerte fue la única vez que Arístides estuvo conforme con la decisión tomada por otros sobre su vida. Al fin y al cabo estaban en guerra y aunque él no había hecho nada, pues no pertenecía ni a un bando ni a otro, pensó que era justo que el bando que antes lo había sacado de su escondrijo lo hubiera apresado y deducido que, o bien pertenecía al bando contrario, lo que era penado con la muerte, o bien era un desertor de su bando, lo que también estaba penado con la muerte.
Arístides, ante el asombro de sus compañeros de presidio, se sentía contento con su condena y deseaba que llegara el día. Siempre que se cruzaba con alguno le decía: compadre, ya falta poco para mi fusilamiento, qué ganas tengo, al fin algo en la vida que no me defrauda, voy a morir como un auténtico soldado, como un luchador por la patria. Mi vida ha sido un fraude, pero mi muerte será honrosa.
Los otros presos, e incluso los guardias, lo tenían por loco y también deseaban que llegara el día marcado para dejar de escuchar las largas peroratas de Arístides González. Fue entonces cuando intervino el destino en forma de viento huracanado y el fusilamiento hubo de ser cancelado. Arístides no podía estar más enojado: contra la naturaleza por torcer la labor de los hombres; contra los hombres por no saber luchar contra la madre naturaleza y haber sabido estar firmes, con sus fusiles preparados para que las gloriosas balas abrazaran su cuerpo; contra el teniente por no saber mandar a sus tropas; y contra el mundo en general por dejarlo nuevamente a merced de los deseos de los demás.
Unas horas después del fusilamiento fallido, un terremoto abrió la tierra y la cárcel de la que escaparon tanto los presos como los carceleros. Tan solo Arístides González quedó en su interior, quejándose de su mala suerte, pues se le daba muy mal la libertad y no estaba dispuesto a abrazarla porque la madre tierra así lo hubiera decidido. La vida es un fraude, compadre, siguió diciendo a todo aquel que tuvo la obligación de escucharlo, hasta que un día, Arturito Villa, hombre de mal carácter y poca paciencia, le clavó un cuchillo en el vientre. Cinco minutos tardó en morir Arístides González, cinco minutos en los que no cesó de repetir: La vida es un fraude, compadres, un fraude, si como veis ni tan siquiera te permite elegir tu propia muerte.

(1) A darle que es mole de olla: Invitar a hacer algo con buen ánimo y sin demora.


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