Arístides
González, de espaldas a la pared, las palmas de las manos aferradas
a ella como si fueran patas de lagartija, miraba a los cuatro
soldados que, frente a él, intentaban mantener firmes sus cuerpos y
sus fusiles. Los jóvenes se tambaleaban, yendo de un lado a otro,
sin conseguir colocar sus armas en la posicón correcta, pues
bastante tenían con mantenerse en pie. El teniente, joven y
larguirucho, aferrado a un árbol como un recien nacido al pecho de
su madre, había dado ya la orden: Preparados, apunten, fuegooo. Solo
uno de los soldados había logrado disparar su arma y no en la
dirección correcta, pues la bala había pasado rozando la oreja del
teniente. Arístides no lo podía creer. Precisamente hoy, decía,
precisamente hoy tiene que pasar esto. Vamos, muchachos, vamos, a
darle que es mole de olla (1),
gritó para infundirles ánimos, mientras su cuerpo, como el del
resto de los allí presentes, era agitado por un viento huracanado
que arrasaba cuanto encontraba a su paso, elevando por los aires
enseres, animales y hombres.
EL
teniente ordenó a los soldados sujetarse unos a otros por los
cinturones y que después, todos juntos, recogieran a Arístides,
poniéndolo en medio de todos ellos. Una vez hecha la cadena, el
teniente encabezó la fila para dirigirse de nuevo a la cárcel. Iban
pegados unos a otros, los cuerpos curvados, las cabezas gachas,
avanzando lentamente debido al vendaval y a las piedras con las que
habían llenado sus bolsillos.
Arístides
hizo el camino de vuelta refunfuñando, como siempre, aunque sus
palabras eran tapadas por el silbido del viento, algo que agradecían
sus acompañantes. Ya dentro del recinto, a salvo de las inclemencias
del tiempo, la voz de Arístides rebotaba contra las frías paredes
de piedra.
--Cállese
de una vez, cuate. Cállese o le pego un tiro aquí mismo-- gritó el
teniente desesperado.
Arístides
calló, pues no le parecía que un tiro en ese momento constituye
una muerte honrosa, como le correspondía. Lo llevaron de nuevo a su
celda. Marquitos López, su compañero desde hacía tres meses, abrió
mucho los ojos y despúes se los restregó con fuerza para asegurarse
de que no se trataba de ninguna aparición. Al enterarse de la
suspensión de la ejecución, suplicó a los guardias, poniéndose
en el suelo de rodillas, que pusieran fin a su sufrimiento pegándole
un tiro allí mismo. Los guardias le dirigieron una sonrisa torcida y
cerraron la puerta tras ellos, dejando solos a los dos hombres.
Marquitos comenzó a golpearse la cabeza contra la pared, pero al
primer golpe desistió, pues le dolió mucho, así que tuvo que
resignarse a seguir escuchando las eternas quejas de su compañero de
celda.
--
Ya ves, compadre, esos hijos de la gran chingada ni siquiera sirven
para matar a un pobre hombre como yo.
--¿Te
quejas porque no te mataron, pendejo?
--
Sí, me quejo y con razón, porque si era mi hora era mi hora y no
otra.
--
Pues a ver si llega la mía porque no te aguanto más.
--Aguanta,
compadre, aguanta, que tu hora aún no ha llegado.
El
suplicio del que hablaba su compañero de celda era el mismo
Arístides, un hombre que había comenzado a refunfuñar en el mismo
momento de nacer y que, con toda seguridad, no dejaría de hacerlo
hasta que la muerte lo dejara mudo. Arístides había nacido de madre
soltera y eso ya le supuso un motivo de queja que, como siempre, le
contaba a todo aquel que se cruzara en su camino.
--Pues
sí, compadre, mi mamasita no tenía a nadie con ella, ya lo ve, y
por ello siempre me tuvo pegadita a sus faldas, muertito de hambre y
de pena. Y yo crecí deseando tener un padre, como todos los niños,
y ya ve, hasta eso me negó la vida. Para colmo, cuando mi mamasita
encontró un hombre fue mucho peor, porque dejó de tenerme metidito
entre sus faldas pero seguí muertito de hambre y de pena. Lo normal
es que la vida me diera un padrastro malo ¿no cree, compadre? Pues
no, mi padrastro salió bueno. Y nunca me pegó, compadre, nunca
recibí una paliza como el resto de los niños, ni eso me dio la
vida, una paliza que me dejara alguna marca para poder enseñarla. Lo
peor fue cuando se empeñó en mandarme a la escuela, a estudiar para
hacerme un hombre de provecho y no me pegaba si no iba, pero me
castigaba sin comer, para que aprendiera decía. Y yo me moría de
penita en la escuela, porque mis ojos buscaban el cielo y la tierra y
no esos papeles en los que tenía que escribir, que qué martirio
decirle a mis dedos cómo tenían que coger el lapicero y cómo lo
tenían que mover. Yo lo que quería era ver a los hombres sembrar,
regar, recoger los frutos de la tierra, para aprender a hacerlo y
así, cuando llegara el caso, trabajar mi propia tierra. ¿Habrá
cosa mejor para un hombre que tener su propia tierra y comer de los
frutos de su trabajo? Pues no, compadre, mi padrastro que tenía que
ir a la escuela. Y algo fuí, sí, pero lo justo para aprender a
leer, a escribir y a conocer los números ¿para qué quería más? Y
cuando ya no quise volver a la escuela me mandó a trabajar a casa
del amo Luciano, un demonio con botas de cuero y látigo en la mano.
Y aprendí la tierra, vaya si la aprendí, a golpe de látigo, sí
compadre, yo con trece años, un niño, trabajando como un hombre. Y
mi padrastro iba todos los meses a verme, a ver si había cambiado de
idea y quería volver a la escuela. Pero aunque trabajaba como un
burro y seguía muertito de hambre, me había enamorado como un loco
de la hija del amo Luciano y dije que no. Así que allí me dejó ya
para siempre, abandonado a mi suerte. Y dejé preñada a la hija del
amo a mis quince años, ella tenia dieciséis. Y quiso matarme el
amo, a ella no, que por algo era su hija, a ella le buscó un marido
para que tapara la falta con un certificado de matrimonio. Yo tuve
que irme y dejar allí los frutos sembrados en la hija y en la tierra
de mi amo. ¡Ay! qué diferente hubiera sido mi vida si me hubieran
dejado quedarme junto a mi Lupita y convertirme así en la mano
derecha de mi amo.
Llegado
a este punto, Arístides suspiraba, momento que aprovechaban sus
oyentes para intentar cambiar de conversación sin lograrlo.
Arístides continuaba con su plática quejosa. Que la vida es un
fraude, compradre, que tu quieres una cosa y ella siempre te da otra.
Que tu piensas que eres joven y de repente te encuentras como yo, con
los cuarenta ya cumplidos. Y a esa te das cuenta que ya nunca tendrás
ni tu propia casa, ni tu propia esposa ni tus propios hijos. Que
tampoco yo los hijos los quería para nada, pero la tierra sí. Y si
conseguía la tierra al menos un hijo para dejársela. Pero ni eso me
dio la vida. Ya le dije compadre, ya le dije, yo quería la vida de
una manera y entre todos me la cambiaron.
--Bien,
compadre, vamos a dormir que estoy cansado, otro día me cuenta su
vida.
Sus
acompañantes quedaban dormidos de puro aburrimiento y Arístides
seguía horas hablando, quejándose de su vida y de que nadie quería
escucharlo hasta que, agotado, le vencía el sueño.
--Duerman,
duerman sin querer enterarse de la verdad. Y la verdad es que la vida
es un fraude, al menos la mía que nunca me sale nada bien, que
cualquiera decide por mí sin interesarse por mi opinión.
Cuando fue condenado a muerte fue la única vez que Arístides estuvo
conforme con la decisión tomada por otros sobre su vida. Al fin y al
cabo estaban en guerra y aunque él no había hecho nada, pues no
pertenecía ni a un bando ni a otro, pensó que era justo que el
bando que antes lo había sacado de su escondrijo lo hubiera apresado
y deducido que, o bien pertenecía al bando contrario, lo que era
penado con la muerte, o bien era un desertor de su bando, lo que
también estaba penado con la muerte.
Arístides,
ante el asombro de sus compañeros de presidio, se sentía contento
con su condena y deseaba que llegara el día. Siempre que se cruzaba
con alguno le decía: compadre, ya falta poco para mi fusilamiento,
qué ganas tengo, al fin algo en la vida que no me defrauda, voy a
morir como un auténtico soldado, como un luchador por la patria. Mi
vida ha sido un fraude, pero mi muerte será honrosa.
Los
otros presos, e incluso los guardias, lo tenían por loco y también
deseaban que llegara el día marcado para dejar de escuchar las
largas peroratas de Arístides González. Fue entonces cuando
intervino el destino en forma de viento huracanado y el fusilamiento
hubo de ser cancelado. Arístides no podía estar más enojado:
contra la naturaleza por torcer la labor de los hombres; contra los
hombres por no saber luchar contra la madre naturaleza y haber sabido
estar firmes, con sus fusiles preparados para que las gloriosas balas
abrazaran su cuerpo; contra el teniente por no saber mandar a sus
tropas; y contra el mundo en general por dejarlo nuevamente a merced
de los deseos de los demás.
Unas
horas después del fusilamiento fallido, un terremoto abrió la
tierra y la cárcel de la que escaparon tanto los presos como los
carceleros. Tan solo Arístides González quedó en su interior,
quejándose de su mala suerte, pues se le daba muy mal la libertad y
no estaba dispuesto a abrazarla porque la madre tierra así lo
hubiera decidido. La vida es un fraude, compadre, siguió diciendo a
todo aquel que tuvo la obligación de escucharlo, hasta que un día,
Arturito Villa, hombre de mal carácter y poca paciencia, le clavó
un cuchillo en el vientre. Cinco minutos tardó en morir Arístides
González, cinco minutos en los que no cesó de repetir: La vida es
un fraude, compadres, un fraude, si como veis ni tan siquiera te
permite elegir tu propia muerte.
(1)
A darle que es mole de olla:
Invitar a hacer algo con buen ánimo y sin demora.
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