Su
vida siempre se centró en atender y enseñar a los hijos de otros.
Nunca sintió la necesidad de tener los suyos propios. Siendo
profesor estaba rodeado de ellos prácticamente a todas horas.
Por
un error administrativo ese curso no daría su habitual clase de
Historia, asignada en los últimos años. Quizá el karma, el destino
o los años, indicaban que necesitaba pasar un tiempo de descanso,
alejado de las aulas. Aunque precisamente estar ocupado en el papeleo
burocrático no era su idea de unas vacaciones. Más bien al
contrario.
–Será
una especie de purgatorio. Ni dentro de las clases ni fuera del
centro educativo.
El
director del instituto, un tipo joven y enérgico, siempre tenía
alguna ocurrencia para animar a sus compañeros. Pero a él no le
hizo ni pizca de gracia.
A
la puerta de la sala de profesores acudió una representación de
alumnos. Querían que Ale, el mejor de todos los profes, les diera
clase. Si él no estaba harían una sentada hasta obligar a quien
fuera a que Ale volviera.
La
reacción sincera y espontánea de los alumnos actuales le hizo volar
hacia atrás a aquellos primeros tiempos y a aquellos primeros
alumnos a los que se enfrentó, con mucho respeto, algo de miedo y
toda la ilusión por comenzar un viaje en el mundo de la enseñanza.
Qué
tiempos aquellos en los que vivía en una habitación del piso
superior de la escuela en el pueblo. Recordaba cómo en invierno el
hielo hacía estallar las viejas tuberías y las manos se congelaban
y no había manera de escribir porque la tiza se iba sola. Y
recordaba con cariño a sus alumnos, que caminaban monte a través,
desde varias aldeas próximas, que le traían en tarteras metálicas
algo de comida, cocinada por sus madres en la lumbre del hogar.
Entonces
era Don Alejandro. Cincuenta y muchos años menos pero el ‘Don’
iba siempre delante. Su figura era reconocida en cada aula que pisó,
en cada pueblo que habitó. El maestro de escuela rural era querido y
respetado por todo el mundo. Y él se volcó con sus alumnos,
inventando nuevas formas de dar sus clases, saliendo al campo,
preguntando a los aldeanos, haciendo que todos participaran y
aprendieran de verdad.
Al
principio se ocupaba de dar todas las asignaturas a alumnos de
distintas edades. Cada asignatura era un mundo. Y cada alumno
también. Para él no había nadie incapaz. Con su sonrisa sincera y
su gesto tranquilo sabía sacar de todos lo mejor de sí y todos se
lo agradecían. Lo hacía de corazón. Era su idea de vocación
verdadera en la que sus alumnos lo eran todo, casi su familia. A
veces casi pensaba que lo hacía por él, para no sentirse solo.
Hasta
que la Burocracia llegó y lo cambió todo, borrando sus cincuenta y
pico años de muchos esfuerzos y otras tantas alegrías. Entonces,
sus métodos fueron observados con lupa. Y sus clases fueron
inspeccionadas por serios funcionarios de traje oscuro y formularios
eternos.
Se
vio obligado, como todos sus compañeros, a cambiar sus esquemas,
limitándose a impartir una sola asignatura por curso, siguiendo las
normas marcadas desde un Ministerio todopoderoso que todo alcanzaba
con sus garras invisibles.
Para
él casi fue una especie de castigo, una penitencia, su purgatorio
particular por haber sido tan libre en su forma de enseñar.
A
pesar de todo, su vocación seguía allí, quizá algo escondida como
sus pequeños trucos, que aún seguía utilizando en clase para
animar a sus alumnos.
Pasaron
más años y más alumnos agradecidos y la Burocracia se hizo un
monstruo que devoró sus últimas ilusiones y su vocación de
enseñante.
Finalmente
se rindió ante El Monstruo. En su último día en el instituto no se
impartieron clases. La pena de irse al gris purgatorio de la
jubilación se vio compensada con globos y confetis de mil colores,
abrazos, aplausos, una tarta enorme y miles de gracias y caras
felices.
Todos
sus compañeros y antiguos alumnos aún lo recuerdan caminando por
los pasillos arrastrando los pies, con una sonrisa siempre a mano
para todos, por las alegrías vividas y el trabajo bien hecho; pero
con la cabeza casi gacha, por el peso de los años y de la maldita
burocracia.
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