Al
girar la esquina, presencié como un hombre vestido completamente de
negro y con pasamontañas, corría huyendo de una patrulla de
policía, aparentemente era un ladrón.
El ruido de la sirena y los gritos de los agentes alteraban el
silencioso amanecer de las cinco de la mañana en mi urbanización,
hora en la que acudo al trabajo.
Seguí
mi camino sin preocuparme de ello, hasta que en la parada del
autobús, en el asiento de espera, había una cafetera.
Miré a mi alrededor por si alguien la había posado debido al
cansancio, pero no había un alma cerca del lugar, normal, a esas
horas ¿quién iba a estar? El cielo amenazaba lluvia y pensando que
era una pena que algo tan práctico fuera estropeado por el agua,
decidí cogerla y llevarla hasta casa, que no estaba lejos.
Mi
jornada laboral discurrió monótona, como cada día, y al regresar
cansada por la tarde al hogar, me topé con la cafetera
que no recordaba. Surgió en mí la idea que quizás el ladrón
la hubiera dejado allí al verse perseguido, por lo que llamé a la
comisaría más cercana para informarme sobre lo ocurrido. Ni en
ella ni en las tres siguientes que llamé, me supieron dar razón de
la persecución matutina.
Esperé
prudentemente unos días más para ver si alguien la echaba en falta
y publicitaba su pérdida, pero al no tener noticias, decidí usarla.
Uumm qué rico café, no pienso devolverla aunque me lleven a la
cárcel.
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