De la serie "Relatos sobre una cuarentena"
Olvídate,
ya estás en casa, tranquilo, ahora a descansar. Me lo repito y me lo
repiten todos. Y ya hace un mes que volví del hospital, sano y
salvo. Pero hay algo, bastantes cosas en realidad, que me obsesiona.
Recuerdo
que di las gracias a la salida cuando me dieron el alta. No sé muy
bien a quiénes porque todos llevaban mascarilla y trajes
protectores. Bueno, lo de trajes es mucho decir. Más que al corte de
un Armani se parecían a lo que de pequeños hacíamos en los
carnavales con tres bolsas de basura de colores. Corta así, corta
allá y pega por allá con cinta aislante. Un horror para ellos, que
a pesar de la humillación que eso suponía, trabajaban a lo largo de
sus turnos como si llevaran el mejor EPI del mundo.
Tuve
muchas pesadillas, las sigo teniendo. Soñaba que me quedaba sin
respiración y me tragaba un monstruo vacío y negro. Y yo intentaba
llegar nadando a una superficie que ni era agua ni era plástico. Era
la nada. Aún me despierto con esa sensación de ahogo, pero me
siento en la cama y me tomo el pulso y, poco a poco, voy adecuando mi
respiración. No me ahogo. Estoy sano. Estoy en casa.
Sí,
estoy en casa. Y no veo la tele. Excepto películas antiguas en
blanco y negro y series de época. Ni un telediario ni una
estadística, ni una rueda de prensa. No quiero. Y, además, no me
dejan. La tele, sacrosanto electrodoméstico de mi hogar, se había
convertido en estos últimos tiempos en un emisor de funestas
noticias. Aunque algo llega por mucho que se pretenda hacer oídos
sordos. Esos comentarios a través del patio de vecinos son la mejor
y la peor conexión con el mundo exterior…
Y
tampoco llega un periódico a mis manos. Aunque a veces me gustaría
bajar a hurtadillas al quiosco a comprar uno y buscar la dirección
para enviar una o dos cartas al director.
‘Se
busca personal del hospital de…’. Suena ridículo, lo sé.
‘Paciente
agradecido quisiera recompensar…’. Más ridículo todavía.
‘Ex
paciente curado de unos sesentaytantos desearía contactar con…’
Esto ya es como de sección de citas de amantes desesperados.
Sinceramente,
pagaría lo que fuera por poder tomarme un café o unas cervezas con
el equipo o equipos, supongo que fueron muchos, que lograron sacarme
adelante y tener una charla de esas de las que pasa el tiempo sin
sentir.
Recuerdo
unos ojos, muchos pares de ellos y muchas manos que me ayudaban cada
día, cada tarde, cada noche. Pero esos ojos en particular, aunque
cansados por el esfuerzo y la mala equipación, brillaban siempre. No
vi nunca la sonrisa de su boca, tapada con mascarillas diversas. Pero
sé que sonreía. Tanto a mí como al resto de personal que
traspasaba la puerta de mi habitación.
Aún
me duelen los pinchazos de mis brazos, y noto los efectos de las
medicinas, hasta que dieron con la buena, pululando por mi organismo.
Temía
las horas en las que entraba la bandeja por la puerta. Odiaba la
comida, yo, un gran comilón desde que puedo recordar. Aquello no
sabía a nada. Ni bien ni mal, era como comer cartón mojado en agua
seca. Con lo que me gustaba comer ‘antes de todo esto’, he
perdido todo sentido del buen gusto. Como porque hay que hacerlo. Mi
esposa se esmera cada día y yo intento esforzarme, agradeciendo con
el estómago lo que ella pone de corazón en lo que prepara.
‘Come’,
me animaban en el hospital, así te pondrás fuerte y te irás antes
a casa a abrazar a los tuyos. Y yo comía, recordando familia y
hogar, e intentaba al menos tragarme algo de aquello. Más tarde que
pronto, lo logré, y entre pinchazos y menús incomibles me fueron
sacando adelante.
Recuerdo
que ella me sonreía, aunque no decía nada. Se quedaba en una
esquina mientras sus compañeros sanitarios hacían su trabajo con
mis cables y mis tubos. Ellos se iban y ella se acercaba prudente a
mi cama. Sonreía con unos ojos llenos de vida, de esperanza, de
sanación, diría. Tal vez sería por efecto de las drogas que me
metieron en el cuerpo. Cuando lo cuento en casa me dicen que
seguramente deliré en más de una ocasión. Que esa ‘ella’ y
esos ojos seguramente nunca existieron.
O
sí. Tal vez esos ojos, esa sonrisa y esas manos que nunca vi sean
los de todos ellos, enfermeras, médicos, auxiliares, paramédicos,
celadores, que me ayudaron a reconducir mis pasos hacia la salida del
hospital.
Sigo
pensando que debería haberles dado algo más que las gracias. Y ni
un café ni unas rondas de cervezas me parecen siquiera suficientes.
Nada
será bastante para quien nos ha salvado la vida.
Esa
es mi principal obsesión cada vez que cierro y abro mis ojos cada
noche y cada mañana.
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