Relato sobre una cuarentena
Primero
un pie, luego el otro, temerosos pisaban la acera bajando el escalón
del portal, un pasito adelante, otro hacia atrás, de pronto
saltaban, giraban sobre sí mismos o brincaban en cabriolas de
difícil ejecución. El vecindario observaba expectante, la
ambulancia cerca y un par de camilleros prestos con camisa de fuerza.
Uno tras otro los estaban internando en el manicomio, por demostrar
excitación y júbilo en su liberación recién estrenada.
Al
parecer ninguno estaba aún preparado para el desconfinamiento tras
largos meses de encierro, uno tras otro se volvían locos, decía el
gobierno, si el virus no había acabado con ellos lo hacía la
libertad de movimientos.
Pero
Héctor no quería volver, conocía sobradamente de lo que era capaz
un loquero, le habían soltado por necesitar camas en su pabellón
del hospital. Casi toda su vida encerrado y por fin disfrutaba de
una ansiada libertad, esa libertad de salir a la calle que tanto
temía y que no quería usar de momento, pues encerrado en casa de
sus progenitores era inmensamente feliz.
No
se aburría, cada mañana hablaba con el retrato del abuelo, no
paraba de contarle batallitas de su encierro en Filipinas, un poco
pesado, pero entretenido. Los servicios sociales llevaban comida que
guardaba con esmero en la alacena de la sala de juegos, donde un
improvisado campamento con cortinas, tierra de macetas y el fiel
Morito -terrier disecado en su juventud- le permitían ver las
estrellas y la luna tras un catalejo. Nadie le importunaba en sus
disertaciones sobre gallinas ponedoras o el mirlo glotón, aficiones
cultivadas en largas horas del pabellón. El farmacéutico más
cercano los lunes llevaba su medicación, pastillas que luego
generosamente esparcía en un descampado cercano esperando ver si
salían nubes de colores como las que le provocaban, más sólo veía
gorriones y palomas retorciéndose en vuelos imaginarios.
Al
día siguiente era su turno, llovía a raudales pero no se preocupó.
Calzando las katiuskas de diez años, encogió el pie y a pesar del
daño, se aguantó. Chubasquero, paraguas y bajó a la calle. Se
asomó al dintel del portal viéndolos agazapados en la esquina, bajo
el toldo de la mercería y con un leve gesto de su mano, les saludó.
Primero el derecho, luego el izquierdo y un paso tras otro,
recorrió lentamente bajo el cobijo de su paraguas, la distancia que
le separaba del supermercado y entrando, compró un botellín de
agua, regresando al domicilio. Los aplausos se oyeron en todo el
barrio y eso que no eran las ocho, había logrado no volverse loco en
libertad. Era héroe de niños y admiración de mayores, lo había
logrado, disfrutaba de plenos movimientos para volver a matar.
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