Recuerdo de José - Isabel Marina

                                           


Relato inspirado en la fotografía

 

José Valdés, el paciente de la habitación 310, era una persona que todos queríamos entrañablemente. Tenía noventa años y sonreía como un niño cada vez que nos acercábamos a él para lo que fuera, incluso para cambiarle los pañales, algo que le daba mucha vergüenza. Hoy he decidido hablaros de él porque gracias a tratarle he aprendido unas cuantas cosas de la vida. Mi nombre es Francisca, soy enfermera del hospital donde José ha estado ingresado seis meses sin esperanza de recuperación debido a su edad y a sus achaques.

El otro día, cuando le vi en una de mis visitas de rutina, José, que siempre estaba lúcido, me pidió que sacara del bolsillo de su chaqueta una fotografía vieja. Me dijo que llevaba mucho tiempo sin verla y que necesitaba hacerlo, que no se había acordado hasta entonces. La saqué y se la mostré. Eran cuatro niños tocando en una especie de pequeña orquesta improvisada.

  • ¿Sabes, Francisca?, me dijo, el niño que está cantando soy yo.

Y empezó a contarme una historia que me conmovió profundamente. José era cubano, hijo de un asturiano que emigró allí en los años veinte y consiguió hacer una pequeña fortuna. El padre de José había pasado mucha miseria en su infancia, y, gracias a la generosidad de su tierra de acogida, salió adelante y pudo proporcionar un nivel de vida bueno a sus hijos.

En la fotografía había otros tres niños tocando diferentes instrumentos. Era un día de fiesta, Santa Cecilia, me dijo José, en el año 1936. ¡Qué lejos me suena a mí eso desde nuestro 2020! Cuando hicieron la fotografía, José tenía sólo seis años.

  • Vivíamos muy cerca del mar, me explicó José, en un precioso pueblo que se llama Nuevitas. Nunca he vuelto a ir, pero no he podido dejar de recordarlo ni un solo día de mi vida.

La infancia de José fue buena, con unos padres cariñosos, que se desvivían por él y sus hermanos. Los niños de la fotografía eran vecinos de José. En el barrio había un sentimiento de familia, y los mayores se preocupaban de que todos los niños estuvieran bien. Crecieron juntos y felices. Aquellos niños de la foto se llamaban Carlos, Genaro y Roberto.


José me miraba con sus ojos de un azul todavía intenso a pesar de su edad.


  • ¿Sabes?, me dijo. He tenido una vida de trabajo, una vida dura, donde he luchado mucho para salir adelante, pues a mi familia, tras la revolución de Cuba, le quitaron todos sus bienes. Nos dejaron sin nada. Y lo mismo hicieron con mis amigos, los de la foto.

José sostenía la imagen con su mano envejecida y, a pesar de la tristeza de lo que me contaba, sonreía. José siempre sonreía.

Llegó a España a los treinta años, dejando a sus padres en la isla. Tuvo que desempeñar todo tipo de trabajos, aunque, por la formación que había tenido en su adolescencia, pudo enseguida desempeñar puestos de contable y administrativo. Después se casó y vivió feliz junto a su mujer hasta su fallecimiento, hace diez años.

Sus compañeros de la foto también salieron de la isla, hacia Estados Unidos. Tuvo contacto con ellos a través del correo, y una vez al año el teléfono. Sin embargo, las circunstancias económicas de todos impidieron un reencuentro largamente añorado.


  • Ellos eran mis amigos queridos, ¿comprendes, Francisca? Uno elige con el corazón, sobre todo cuando se es niño, adolescente, joven, a ciertos compañeros de amistad y de vida, y no los olvida nunca, aunque pase toda una eternidad.

Aquella tarde José sonreía sin parar. A mí sin embargo se me escapaban las lágrimas al escucharle.

Cuando terminé mi turno fui a comprar una tableta de chocolate. Aunque José lo tenía prohibido, yo sentía que debía darle un capricho, porque estaba solo en la vida, no tenía hijos ni familia que le visitase. Y estaba ya desahuciado, no se podía hacer nada más por él desde el punto de vista médico.

Cuando entré en la habitación y, en voz baja, le enseñé el chocolate, José me dedicó la sonrisa más hermosa que he visto en mi vida.


  • La vida es una montaña rusa, me dijo José. Es un ir y venir de emociones y de sentimientos. Uno aprende poco a poco, y cuando llega a mi edad se da cuenta de las cosas que tienen valor, decía.

  • ¿Y qué es lo que tiene más valor en la vida, para usted, José?

El anciano paladeaba complacido una onza de chocolate. Después me guiñó un ojo y prosiguió.


  • Cuando era joven, quería comprar una casa donde poder vivir con mi mujer. Cuando lo logré, quise tener hijos pero no vinieron. Después, al jubilarnos, me di cuenta de que lo único importante era la salud, hasta que se da uno cuenta de que tarde o temprano ha de perderla. Ahora estoy ya en tiempo de descuento, ya sé que no me quedan años, ni meses. Y, como un árbol que ha perdido sus ramas, ahora tengo el corazón despojado. Estoy desnudo, me confesó José.

  • Y ahora, ¿qué es lo más importante, justo ahora?, le pregunté.

Me sonrió dulcemente antes de contestar.


  • Que tú estés conmigo esta tarde, Francisca. Que me hayas dado esa fotografía de mi chaqueta, que te haya contado su historia. Que haya vuelto a ver la cara de Carlos, Genaro y Roberto. Porque cuando nos hacemos tan viejos, volvemos atrás. A aquella infancia feliz, a los rostros de mis amigos, que han abandonado el mundo antes que yo. Aunque ya no tenga nada, aunque no tenga adónde ir con mis huesos machacados, aunque ya no pueda vivir solo y no pueda regresar a casa ya, hay algo que esta vida nunca me podrá quitar: los recuerdos hermosos de aquella fotografía, nuestra infancia.


Cuando volví a trabajar al día siguiente, me dijeron que José había muerto la noche anterior. Pensé que al menos le había ayudado a cumplir dos de sus humildes sueños: volver a comer chocolate y volver a ver el rostro de sus amigos Carlos, Genaro, Roberto. Nunca podré olvidar su sonrisa ni todo lo que me enseñó aquella tarde de invierno.


 

 

 

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