Me costó muchas vueltas de cabeza para decidirme a venir a vivir aquí. La casa de mi abuela, donde todos los veranos me traían mis padres para que ellos siguiesen trabajando en Suiza.
De pequeña no extrañaba demasiado el lugar donde nací porque el pueblo de mi abuela era tan verde como La petit Grave, aldea suiza que está entre Francia y Ginebra. La única diferencia es que los inviernos son muy fríos, la nieve dura hasta bien entrada la primavera. En invierno es todo un manto blanco, pero llegada la primavera es muy verde y florido, así como el pueblo del norte de España de mi abuela.
Mi abuela solo plantaba plantas y alguna hortaliza y animales solo tenía una vaca para su propio consumo de leche, manteca y queso.
Pero me pasaba horas jugando con la niña de los vecinos que sí se dedicaban a la labranza.
Los sábados por la tarde, ya sabía lo que mi abuela iba a hacer, la veía sacar aquel molinillo manual para moler café y cuando empezaba a hervir estaba entrando por la puerta el abuelo de mi vecina.
Ya de mayor supe que aquel señor y mi abuela habían sido novios cuando apenas eran unos críos, pero él se fue a la guerra, tardó en regresar, lo dieron por muerto, entonces a mi abuela le presentaron a mi abuelo, vecino de un pueblo cercano. Yo creo que mi abuela nunca amó a mi abuelo, le tenía cariño, pero amor, se lo tenía al vecino, porque yo se lo notaba en las miradas, aunque intentasen disimular.
El señor había enviudado recientemente y mi abuela ya llevaba un montón de años sola. Mi abuelo se lo había llevado una terrible enfermedad terminal.
Yo desde mi condición de niña adoraba ver a mi abuela canturrear mientras llegaban las 5 de la tarde y sacaba el molinillo y venga a darle vueltas para hacer aquel típico café de manga que impregnaba de aroma toda la casa. El abuelo de mi amiga llegaba, saludaba con una sonrisa adorable y mi abuela lo invitaba a entrar hasta la cocina. Él se sentaba en la cabecera de la mesa y esperaba impaciente a que le posara ante él la taza de café. Yo me sentaba en medio de los dos, tan solo tenía diez años y me encantaba estar en esos momentos en los que la casa entera rezumaba tanta ternura.
Yo con mis manos sosteniendo la barbilla los escuchaba atentamente cuando contaban historias de cuando eran jóvenes. Nunca hablaban de ellos mismos como pareja, sólo eran recuerdos que a mí me parecían cuentos. Muchas veces riamos, o más bien ellos reían y yo les imitaba.
Cuando ya fui adolescente mi abuela y su pretendiente ya estaban avanzados en edad.
Yo era para todos la pequeña suiza, por mi español con acento francés. Seguía siendo amiga de Estela, la vecina, los juegos eran aparentar ser mayor. Fumar a escondidas, espiar a nuestros abuelos, así descubrimos el primer beso que se dieron después de cinco años de estar tomando café todos los sábados a las 5 de la tarde. A él se le cayó la boina al suelo ella fue a recogerla mientras el abuelo de Estela permanecía sentado en la silla. Mi abuela al incorporarse cruzó su mirada con la de él y los dos a la vez se unieron en un beso amoroso, de esos de película, era entre pasional y una fuerza descomunal de deseo reprimido. Se separaron en pocos segundos. Creo que me oyeron la risa que inevitablemente se me escapó. Estela se fue corriendo para casa y nuestros abuelos regresaron a la realidad, entre nerviosismo y vergüenza. El abuelo de Estela se fue tras los pasos de su nieta despidiéndose de mi abuela, tan solo con la mirada y una disculpa apenas perceptible.
Después de esa escena de amor Estela me dejó de hablar y al novio de mi abuela se le prohibió tomar café. Prescripción médica, dijeron. A mi abuela cuando se lo conté, pues le di yo la noticia, se le cayó el molinillo de las manos y se rompió al caer al suelo, ya era un molinillo viejo y guardaba uno eléctrico, regalo de mis padres.
Aquí me veo con el viejo molinillo roto entre mis manos. Mi abuela nunca lo quiso tirar. Ahora lo llevaré a la ciudad a uno de esos señores que arreglan de todo, para ponerlo de adorno en alguna estancia de la casa.
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