Era un perfecto caballero, siempre lo había sido. Me
trataba con cariño, con respeto, con dulzura incluso. Me había
invitado a cenar en dos o tres ocasiones y su conversación era
agradable culta y fluida. Me gustaba mucho. No sé si estaba
enamorada. A mi edad, rondando ya los setenta, el amor se confunde
con otros sentimientos muchos menos románticos. Pero la realidad era
que disfrutaba mucho en su compañía.
Todo cambió en aquella fiesta de disfraces. Lo vi disfrazado de
troglodita y me perdió todo el encanto. Era como si al
despojarse del impecable traje que lucía a diario se despojara
también de parte de su persona. Me había pasado veinte años atrás,
cuando conocí a un serio y comedido abogado y el día que supe que
pertenecía a una banda de gaitas y le vi vestido de gaitero me
perdió todo el encanto. Debe ser que me enamoro de los trajes, qué
le voy a hacer.
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