Fui al cajero
a sacar los últimos cincuenta euros que me quedaban. Y estábamos
todavía a día veinte. Quedaban por cargar el recibo del teléfono
y del seguro del coche así que inevitablemente quedaría en números
rojos y para colmo no me quedaba más remedio que racionar aquella
mísera cantidad para diez días. No era novedad, era el cuento de
todos los meses. Desde que en la fábrica en la que trabajaba había
bajado la producción y a la par los sueldos, mi economía era así
de precaria y encima tenía que dar las gracias por tener trabajo y
no haber pasado a formar parte del elenco de despidos. Metí la
tarjeta, marqué mi número secreto y salió por la ranura el triste
billete de cincuenta euros. Entonces escuché un sonido extraño, que
se convirtió en música celestial cuando vi que aquella
descontrolada máquina comenzaba a escupir billetes sin ton ni son.
Eran las tres de la tarde y la calle estaba desierta. Nadie me veía
salvo la molesta cámara del banco que grababa todos mis movimientos.
Entonces se me ocurrió la idea. Fui recogiendo los billetes y al
llegar a casa los conté, había casi cien mil euros. Aquella misma
tarde saqué un billete de avión para las islas de Zanzivar. Dejé
atrás un trabajo de mierda y al pesado de mi novio que no hablaba
más que de boda y de una familia numerosa. Aquí soy rica y me
dedico a fabricar jabones. Un golpe de fortuna
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