Por primera vez en mucho tiempo he dormido a pierna suelta, no cabe duda que es buen augurio.
Hasta escasas fechas hablar de los Almendrales era hablar de mí, me identificaba plenamente con esa zona de la ciudad, no había recoveco en sus calles, plazas, jardines o descampados que no hubiera investigado porque era mi barrio desde que nací, el único conocido y querido hasta hace bien poco y al cual no tengo intención de volver.
Allá por los años setenta empezaba a necesitarse mano de obra industrial y para los obreros llegados del campo se construyó un nuevo barrio al sur de la ciudad. Donde antes poblaban almendros surgieron primero unas casitas bajas que hoy diríamos pareados, después construyeron edificios de tres plantas y en tiempos más prósperos los de seis con ascensor, toda una modernidad en un su día.
Siempre sentí orgullo de haber nacido allí, mi primera escuela fue la del barrio, en su parroquia recibí mi bautizo, primera comunión y confirmación, para mis vacunas y primeros resfriados acudí a su consultorio, era una pequeña ciudad dentro de una más grande. Si bien los vecinos provenían de diferentes provincias tenían en común una forma de socializar y por eso aquel barrio se convirtió en un pueblo grande donde todos éramos familia, aunque realmente no lo fuéramos.
Las edificaciones bien austeras, simplonas de fachada, pero con huecos interiores bien amplios, algo que escasea en la actualidad, pues las familias eran numerosas con cuatro o seis hijos más los abuelos y había que meter en cada dormitorio hasta cuatro camas, aunque fueran pequeñas. Poco a poco el barrio se fue poblando y un futuro prometedor más cómodo hizo que mis padres vinieran a él.
Aunque fui hija única nunca me sentí como tal porque en casa siempre había algún niño o niña de más a la hora de comer o cenar, o era yo quien iba a casa ajena a pasar el día cuando no a dormir. Todos nos conocíamos, nos apreciábamos y nos ayudábamos al surgir algún problema. Los mayores eran amigos y los niños compinches de juegos o peleas.
No voy a contar mi historia sino la de doña Elvira, una mujer de bandera, como se decía antes. Por la calle siempre se hacía notar, iba muy arreglada de punta en blanco: zapatos relucientes, ropa sin una arruga de buena calidad y elegante, bolso a la última, maquillada de forma sencilla pero con gusto y en su cabeza nunca sobresalía un pelo de su impecable melena. Pero además de ser un figurín era encantadora, de esas personas que al saludar ya te alegran el día y hacen sentir un cariño especial. No tuvo mucha suerte en su vida ya que sus hijos gemelos murieron en un accidente de moto a los catorce años y su marido falleció tres años más tarde sin haberse recuperado de la tragedia. Aun así, nunca perdió la compostura y seguía siendo la dulce doña Elvira.
Tras la muerte de mis padres seguí viviendo en el domicilio familiar, en mi barrio de toda la vida donde todos nos conocíamos a pesar de llegar gente nueva al vecindario. Por aquel entonces Elvira tendría unos noventa años o por ahí, salía menos de casa, pero cuando lo hacía era la misma de siempre, ahora con bastón, pero con la misma sonrisa, la misma presencia y el mismo encanto, quizás un poco más encorvada, pero la queríamos tanto que con quien se tropezase la ayudaba o acompañaba en sus gestiones.
Una mañana me acerqué a la farmacia y allí estaba en la cola delante de mí. Cuando llegó su turno la atendieron y al retirarse vi que se tambaleaba, no parecía estar bien, al preguntarle respondió estar mareada, la senté en una silla y la farmacéutica trajo un vaso de agua para reponerse, cosa que hizo aun así por precaución me ofrecí acompañarla a casa, al llegar a la puerta pedí permiso para visitarla de tarde y comprobar que siguiera bien, no me lo dio sino que me invitó a pasar agradeciéndome el gesto, dudé un segundo pero ante tanta amabilidad me sabía mal rechazar su oferta. Mientras se dirigía a la cocina balbuceando quedé estupefacta.
La entrada de la casa estaba adornada con espumillones, velas y angelitos; un mueble del salón estaba decorado con un portal de Belén donde se veían no sólo el misterio sino pastores, camellos, ovejas, los reyes magos, todo el conjunto de figuritas que componen un buen nacimiento de navidad. A un lado del sofá brillaba con luces un árbol de navidad colorido y en su base relucían cajas envueltas en papel de regalo, por supuesto las paredes, cuadros y muebles repletos de decoración navideña.
¡Me dio un subidón! Rememoré y sentí ese espíritu navideño de la infancia cuando esas fechas era tan fantásticas. Comidas en familia, vacaciones escolares, cenar hasta tarde en nochevieja y los regalos de reyes el colofón, un sentimiento que tenía olvidado tras la muerte de mis progenitores y que al no tener pareja ni familia ya no vivía igual. Estábamos en plena canícula de julio y aquella casa respiraba un ambiente entrañable y cordial, ahora entendía la razón por la que doña Elvira siempre estaba de buen talante y era tan amable manteniendo vivo ese espíritu durante todo el año.
Me llamó desde la cocina donde tenía preparado sobre una mesa con mantel navideño bandejas con polvorones, peladillas, mazapanes, turrón y unas galletas con forma de muñeco. Me ofreció a beber una infusión de hierbas que recogía ella misma del campo y sentaban muy bien al cuerpo, eso dijo.
Repentinamente sentí un escalofrío en la espalda al ver brillar un diente de oro en su boca. Como un flash recordé la casita de chocolate del cuento de Hansel y Grettel y cómo aquella bruja atrajo a los niños para comerse uno y tener a ella de esclava. Salí escopetada, ni me despedí, no sé siquiera como encontré la salida, pero hasta que no me vi en la calle no respiré, aún así corrí apremiadamente hasta encontrarme a salvo en casa donde cerré con llave y puse también la cadena.
Aquella noche dormí fatal reviviendo continuamente a doña Elvira con su diente dorado y su casa adornada, lo malo fue que en los siguientes días el miedo no desaparecía, por la calle no paraba de mirar hacia atrás o cuando entraba a un comercio intentaba vislumbrar si ella estaba en él. Era un miedo irracional al que después de una semana decidí consultar con el médico de cabecera al afectarme a la concentración en el trabajo y temía cometer algún grave error.
El galeno me escuchó atentamente quitando importancia a mis desvaríos, le pedí pastillas para dormir, pero me quitó la idea de la cabeza al ser adictivas, recetándome un preparado de hierbas especialidad suya. Ni siquiera cogí el sobrecito que me ofrecía, largué corriendo de la consulta encerrándome nuevamente en casa. Aguanté con aquel miedo unos días más hasta que al mirarme en el espejo me vi tan demacrada que sacando fuerzas de flaqueza decidí resolver mi histeria como fuese.
Cavilando se me ocurrió que cambiarme de barrio sería buena solución, me daba mucha pena abandonar los Almendrales que sentía tan mío, cuyos vecinos eran amigos y casi familiares de toda la vida, pero con aquel miedo no podía seguir viviendo y tras mucho buscar encontré un apartamento coqueto en un nuevo barrio al norte de la ciudad, los Abedules, edificios más modernos con el equipamiento necesario para parejas jóvenes lo que más se veía por la calle.
Puse a la venta el piso de mis padres y al hacer la mudanza me pregunta la vecina de puerta si me he enterado lo que ha pasado con doña Elvira, volví a sentir un escalofrío pero haciéndome la fuerte respondo que no, contándome que hacía tres días se habían quemado un par de habitaciones de su casa por culpa de una vela encendida, ella salió ilesa pero al acudir los bomberos y registrar la vivienda comprobaron que en la bañera había tres cuerpos en descomposición, tras investigar la policía, en el jardín trasero encontraron enterrados una docena de esqueletos y por algún indicio arrestaron al médico del consultorio supuestamente por colaborar con la anciana.
Nadie esperaba aquel macabro hallazgo que acabó con ella y el médico en el calabozo, no sé a qué espíritu del más allá tengo que agradecer el aviso, pero probablemente iba a ser una víctima más de aquella tenebrosa pareja. Siento tristeza, pero a pesar de los arrestos me he mudado definitivamente al nuevo barrio, tanto yo como mis vecinos estamos construyendo una nueva vida y un nuevo destino.
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