Martes y trece - Cristina Muñiz

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Lo maté. Sí. Lo maté para salvarla a ella. Crecimos uno al lado del otro, en el mismo edificio, compartiendo juegos infantiles, escuela, instituto y pandilla. Luego, lo conoció a él, se hicieron novios y frecuentó otras amistades. Cuando sus padres se mudaron ella, recién casada, se instaló en la antigua vivienda familiar, justo encima de la mía, donde desde la muerte prematura de mis padres vivía solo. No podía evitar oír sus risas y los reconocidos ruidos de la cama o el sofá cuando se entregaban al juego amoroso. Me dolía. Me dolía porque siempre la quise pero me alegraba su felicidad. Esa dulce armonía duró poco, apenas unos meses. Un día los oí discutir, él a gritos acusándola de algo, ella llorando. Una discusión de enamorados sin importancia, pensé en ese momento. Más no fue así. Con el transcurso del tiempo aumentaron los gritos, los ruegos, los lloros y asomaron los golpes. Al día siguiente, ella salía a la calle como si tal cosa, ocultando tras una fingida sonrisa la tristeza que invadía su mirada. Porque los ojos alegres de niña y adolescente que yo conocía tan bien habían desaparecido. Me alarmé cuando la vi con gafas de sol un día gris y lluvioso de invierno. Me acerqué a ella y le ofrecí mi ayuda. Apenas me susurró un “no te preocupes, no pasa nada, estoy bien”. Pero en el piso de arriba los gritos, los golpes y los lloros arreciaban como la lluvia en un temporal de invierno. Más de una vez pensé en acudir a la policía, pero si ella no estaba dispuesta a corroborar mi acusación tendría problemas. Sufría. Sufría por ella y por mi cobardía. Nuestras largas y alegres conversaciones de antaño se habían transformado en saludos forzosos y rápidos, como si fuéramos dos extraños. Y yo veía como su cuerpo, al igual que su sonrisa, se iba consumiendo. Durante el día el silencio era absoluto, pero a las siete de la tarde, cuando él regresaba, comenzaba el macabro concierto. Siempre había un motivo para agredirla. Estaba fea o demasiado guapa; la cerveza no tenía la temperatura adecuada; la cena nunca era de su agrado… Acabé hablando con su hermano y él lo hizo con su cuñado; la trifulca se escuchó en todo el edificio y, cuando quedaron a solas los antaño jóvenes enamorados, los golpes sonaron más fuertes que nunca. Comprendí al momento mi error. Si él se sentía atacado lo pagaría con ella. Su hermano no volvió aunque trató de convencerla para que lo denunciara, para que lo abandonara. Pero estaba aterrada, sabía que no encontraría un lugar lo suficientemente seguro para escapar de su verdugo. Su hermano y yo, junto con un primo, pensamos en contratar a unos matones para que lo asustaran con una paliza, pero no sabíamos por dónde empezar, el mundo de la delincuencia nos era ajena. Hasta que llegó aquel día en que los gritos retumbaron como obuses gigantes, alarmando al vecindario. Gritos de él acompañados de golpes y gritos de ella pidiendo auxilio. Abrí la puerta al igual que otros vecinos. La vi corriendo escaleras abajo como si la persiguieran una pandilla de asesinos dejando tras de sí unas escandalosas gotas de sangre. Él la perseguía con un gran cuchillo de cocina. No sé qué más pasó. Según dicen, en un movimiento rápido entré en casa, cogí un cuchillo y volé tras él. Llegué justo a tiempo. Ella estaba acurrucada en una esquina del portal, llorando, implorando y sangrando por un brazo. Mi cuchillo se clavó en la espalda de su verdugo no una, sino trece veces, según dice el informe policial. Se derrumbó sobre su propia sangre. A ella la llevaron al hospital donde la curaron de una cuchillada en el brazo. A mí a la celda. No pude declarar en mi propio juicio porque no recordaba nada de lo que había hecho. Tan solo la imagen de ella temblando ensangrentada había quedado registrada en mi mente. La condena no fue demasiado larga y estoy a punto de salir. Mereció la pena. Mereció la pena porque la niña de la que me enamoré con apenas diez años y para la que no soy más que un amigo fiel, ha recuperado su sonrisa aunque la tristeza aún mora en el interior de sus ojos. No importa. La vida como el rompecabezas que es, acabará encajando de nuevo todas las piezas y volverá a ser feliz. Hoy me ha venido a visitar, como tantas otras veces. Nunca hablamos de lo sucedido, como si yo estuviera aquí por cualquier otro delito. Mejor así. Dentro de dos meses abandonaré mi alojamiento temporal y yo también podré recuperar la vida que frenó en seco aquel trágico y, a la vez feliz, martes y trece de hace cuatro años.



 

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