Mi
madre siempre me dijo que nací con buena estrella.
Sería porque tuvo un parto rápido, por ser yo la primogénita, o lo
que se solía decir en aquellos tiempos a las parturientas
inexpertas.
Mis
cumpleaños fueron felices, como lo son los de todos los niños
queridos. Rodeados de amigos, fantas,
familia, sueños y deseos en forma de tartas de merengue y muchas
sonrisas desdentadas mirando a cámara.
Al
hacerme mayor cambié las fantas
por cervezas y cubatas.
Dejé un poco de lado a la familia por los amigos. Los de siempre
continuaron soñando conmigo. Y me acompañaron algunos nuevos que me
enriquecieron en esa etapa vital.
De
adulta, las sonrisas desdentadas y las charlas y risas de noches
eternas y despreocupadas dejaron hueco a crueles puñaladas por la
espalda. Y me vi rodeada de
serpientes,
que siseaban a mi alrededor; buscando lanzar su veneno a presas
confiadas, como era mi caso.
Los
amigos de siempre, las cervezas y los cubatas siguieron allí. Fueron
el antídoto de aquella dura etapa. Que hube de subir como un
ciclista desfondado al que le da la pájara en mitad de un puerto de
montaña.
Ahora
es mi madre la que me guía desde el firmamento en mis buenos días y
en mis noches de pesadilla. En las que todavía peleo con víboras y
otros malos bichos.
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