El hijo del señor Alcalde era muy guapo, pero también altanero
y arrogante. Casi todas las muchachas del pueblo estaban locas por
él. Muchas de ellas habían sido blanco fácil de sus burlas, o de
sus engaños. Porque también era un pica flor y gustaba de ir con
chicas inocentes y confiadas a las que robaba la virtud para luego
mandar a paseo. Yo lo odiaba, lo despreciaba profundamente y él, tal
vez alentado por mi indiferencia, me tiraba los tejos con frecuencia.
Cuando se cansaba de mis negativas lo intentaba con otra y luego
volvía a darme la tabarra, así una y otra vez. Cierto día incluso
me acorraló contra una pared con la intención de robarme un beso, y
a partir de ese momento planeé mi venganza.
Mis
padres tenían vacas y vendían la leche. El señor alcalde era uno
de sus clientes. Precisamente por ser quién era, todas las tarde me
tocaba a mi llenar la lechera y
llevársela a casa, lo cual me cabreaba profundamente por dos
motivos; uno porque los demás clientes eran ellos los que venían a
buscar la leche, y otro porque no me apetecía en absoluto aguantar
las tonterías de su hijo. Mas en aquella ocasión le di la vuelta a
la tortilla e hice que tales circunstancias jugaran a mi favor.
Aquella
tarde me puse mi mejor vestido
y me maquillé ligeramente con las pinturas de mi madre, todo para
que aquel imbécil me viera bien guapa y se le cayera la baba. Luego
en lugar de una lechera llené dos y emprendí camino a la casa del
señor Alcalde. Quiso la divina providencia de que a mitad de ruta me
encontrara con su hijo. En cuanto le vi de lejos sonreí para mi
misma, satisfecha. Comenzó a soltar su palabrería barata cuando
estuvo cerca de mi y cuando estuvo a mi altura yo tropecé y derramé
una de las lecheras sobre su inmaculado traje de lino. Al principio
se quedó mudo, pero en seguida comenzó a soltar sapos y culebras
por aquella boca, que si era una torpe, una idiota, que cómo le
había puesto y bla, bla, bla. Le sonreí, lo que le cabreó aún
más, y antes de seguir mi camino le dije:
-No he tropezado sin querer. Así que deja de decir babosadas y
cuidadito conmigo. No me gustas, no quiero nada contigo y no te tengo
miedo, así que déjame en paz. Yo no soy como las otras.
Continuó diciendo barbaridades pero no volvió a molestarme. Y
a partir de aquel día me negué a llevarles la leche, que la
vinieran a buscar ellos a casa. Se acabaron las privilegios.
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