El hijo del señor alcalde - Gloria Losada




 
El hijo del señor Alcalde era muy guapo, pero también altanero y arrogante. Casi todas las muchachas del pueblo estaban locas por él. Muchas de ellas habían sido blanco fácil de sus burlas, o de sus engaños. Porque también era un pica flor y gustaba de ir con chicas inocentes y confiadas a las que robaba la virtud para luego mandar a paseo. Yo lo odiaba, lo despreciaba profundamente y él, tal vez alentado por mi indiferencia, me tiraba los tejos con frecuencia. Cuando se cansaba de mis negativas lo intentaba con otra y luego volvía a darme la tabarra, así una y otra vez. Cierto día incluso me acorraló contra una pared con la intención de robarme un beso, y a partir de ese momento planeé mi venganza.
Mis padres tenían vacas y vendían la leche. El señor alcalde era uno de sus clientes. Precisamente por ser quién era, todas las tarde me tocaba a mi llenar la lechera y llevársela a casa, lo cual me cabreaba profundamente por dos motivos; uno porque los demás clientes eran ellos los que venían a buscar la leche, y otro porque no me apetecía en absoluto aguantar las tonterías de su hijo. Mas en aquella ocasión le di la vuelta a la tortilla e hice que tales circunstancias jugaran a mi favor.
Aquella tarde me puse mi mejor vestido y me maquillé ligeramente con las pinturas de mi madre, todo para que aquel imbécil me viera bien guapa y se le cayera la baba. Luego en lugar de una lechera llené dos y emprendí camino a la casa del señor Alcalde. Quiso la divina providencia de que a mitad de ruta me encontrara con su hijo. En cuanto le vi de lejos sonreí para mi misma, satisfecha. Comenzó a soltar su palabrería barata cuando estuvo cerca de mi y cuando estuvo a mi altura yo tropecé y derramé una de las lecheras sobre su inmaculado traje de lino. Al principio se quedó mudo, pero en seguida comenzó a soltar sapos y culebras por aquella boca, que si era una torpe, una idiota, que cómo le había puesto y bla, bla, bla. Le sonreí, lo que le cabreó aún más, y antes de seguir mi camino le dije:
-No he tropezado sin querer. Así que deja de decir babosadas y cuidadito conmigo. No me gustas, no quiero nada contigo y no te tengo miedo, así que déjame en paz. Yo no soy como las otras.
Continuó diciendo barbaridades pero no volvió a molestarme. Y a partir de aquel día me negué a llevarles la leche, que la vinieran a buscar ellos a casa. Se acabaron las privilegios.



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