Todas las tardes,
cuando la luz del atardecer tiñe de rojo el cielo allí donde parece
unirse con el mar, Aminata baja a la playa y se sienta cerca de la
orilla. Le gusta sentir que la envuelve la soledad. Le gusta
escuchar el murmullo de las olas rompiendo a sus pies. Le gusta dejar
que la espuma y la sal la acaricien en un saludo efímero y triste.
Aminata mira el horizonte y recuerda aquel día, muchos años atrás,
en el que su hijo aún adolescente decidió poner rumbo a tierras
lejanas en busca de una nueva vida.
-Ganaré dinero
y se te acabarán las penurias, madre. No tendrás que levantarte
temprano para caminar kilómetros en busca de agua. No se te morirá
el ganado de hambre y de sed y siempre habrá qué llevarse a la boca
en tu despensa. Me voy madre, pero pronto tendrás noticias mías.
Nada pudo hacer
para retenerle. Durante semanas le rogó, le suplicó, a veces
dirigiéndose a él con furia y rabia, otras hablándole de manera
sutil y casi en susurros, como cuando era un niño y tenía que
corregirle por sus travesuras. No sirvió de nada. El día señalado
se montó en una patera y surcó los mares buscando su destino. Las
noticias no llegaron nunca. El dinero tampoco. Pero aún así, la
mujer, ya cansada de vivir, baja todos los días a la playa y
escudriña el horizonte esperanzada. Quizá en algún momento el mar
se decida a devolverle a su hijo, surcando las olas dentro de aquella
vieja patera, o surgiendo de la neblina que algunas noches cobija el
mar con su manto gris.
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