Estoy a las
puertas de infierno y no me extraña. No es la primera vez que vengo
parar aquí, siempre la misma historia, y estoy tan harto de ella que
hoy tengo que intentar poner el punto final. Ya no soporto más mi
destino, así que a ver si llevando a cabo lo que tengo en mente ya
no vivo más.
Me llamo Kevin
Sttuart. En mi anterior vida me llamé Julio Menéndez, en la
anterior Francoise Destaing, en la anterior Nuño González y en la
primera ya ni me acuerdo. Tengo el extraño don de recordar con
inusitada nitidez las vidas que viví y créanme que no me hace
ninguna gracia, porque en todas y cada una de ellas mi oficio era el
mismo: verdugo y les juro que no es nada agradable recordar los
crímenes que he cometido a lo largo de todas mis existencias.
Viví mi primera
vida en la Roma antigua y allí heredé la ocupación de mi padre.
Reconozco que por aquel entonces no me importó en absoluto. Era una
persona cruel y mezquina que disfrutaba con el sufrimiento ajeno. Me
gustaba dar latigazos, flagelar a aquellos pobres infelices que poco
delito habían cometido para tener que recibir semejante castigo.
Luego les colocábamos la cruz encima y los paseábamos por la ciudad
de camino al lugar en el que habían de morir. No me temblaban las
manos al clavar sus extremidades a la cruz y mis oídos hacían caso
omiso a sus desgarradores gritos. Luego, cuando todo terminaba,
siempre me llevaba alguna astilla de madera de las que saltaban de la
cruz, como amuleto. Llegué a tener una buena colección.
Mi mujer, Ligia,
me preguntaba qué sentía al matar y yo le relataba orgulloso, con
pelos y señales, la muerte de aquel día.
Mi segunda vida
fue en el Toledo medieval. Desde que tuve uso de razón y me di
cuenta de que mi padre era verdugo supe que yo lo sustituiría cuando
él ya no pudiese matar, como así fue. Por aquel entonces el método
para matar era la horca o la decapitación, y yo hice de todo. En
aquella segunda vida me sentí un poco despreciado. Los verdugos no
teníamos buena fama y la gente nos temía. Teníamos que vivir a las
afueras de las ciudades, solamente podíamos circular por ella con un
permiso especial y caminar tocando una campana para avisar de nuestra
presencia, pero era un trabajo bien pagado. Además podíamos
quedarnos con algunos cadáveres, de los que a veces aprovechábamos
piezas dentales o los vendíamos a los estudiantes de medicina para
sus experimentos.
Mi mujer, Estuarda,
me preguntaba qué sentía al matar y yo le contaba que no me había
gustado mucho ver las piernas del ahorcado agitándose en el aire, en
un desesperado intento por retener la vida que se le escapaba.
Viví en el
París del siglo XVIII mi tercera vida. Nací en los suburbios de la
ciudad, hijo de una prostituta que me abandonó a mi suerte. Me crié
en un orfanato y cuando me llegó el momento de enfrentarme a la vida
el único trabajo que me ofrecieron fue el de verdugo. Lo acepté con
resignación, pero no con gusto. Después de mis dos vidas anteriores
ya estaba un poco harto de convivir con la muerte. Esta vez mi
instrumento de trabajo fue la guillotina, un aparato limpio, rotundo,
que sesgaba la vida sin dar tiempo a pensarlo. Tuve el honor de
acabar con la vida de María Antonieta el 16 de octubre de 1793, pero
antes de ella fueron otros muchos. La revolución francesa también
dejó tras de si una buena retahíla de cadáveres.
Mi mujer, Adeline,
me preguntaba qué sentía al matar y yo le respondía que algunos de
aquellos pobres desgraciados no merecían la muerte, que a ver si la
maldita revolución que estábamos viviendo traía, ademas de
libertad, igualdad y fraternidad, un poco de justicia con aquellos
pobres infelices.
Nací por cuarta
vez en Madrid, el 4 de febrero de 1916. Mi padre era limpiabotas en
la Plaza Mayor y mi madre cosía por las casas. En casa no entraba
mucho dinero, pero cuando tuve edad me puse a limpiar botas con mi
padre y así contribuía un poco a la justa economía familiar. Pensé
que esa vez me iba a librar de mi destino, pero no. Cuando estalló
la guerra civil yo había cumplido los veinte años. Cuando los
nacionales entraron en Madrid, alguien acusó a mi madre de roja y la
detuvieron. Tuvo la suerte de dar con un policía con algo de
humanidad, que ante mis súplicas la dejó libre con la única
condición de que yo colaborara con el glorioso alzamiento nacional
como verdugo. No me quedó más remedio que aceptar, a pesar de que
mis ideales políticos nada tenían que ver con el régimen que se
instauró en España durante tantos años de oscuridad. El garrote
vil fue entonces mi instrumento de trabajo. Una vuelta de tuerca,
como decía mi jefe, y todo se iba al carajo. Maté a muchos
inocentes, me atrevería a decir que todos eran inocentes, porque
pensar diferente no es delito por mucho que algunos se empeñen. A
veces el garrote fallaba y no los desnucábamos correctamente.
Tardaban unos minutos en morir, porque fallecían estrangulados.
Mi mujer,
Carmen, me preguntaba que sentía al matar y yo le decía que en mi
alma se estaba acumulando el peso de tantas ejecuciones sin sentido,
que de un momento a otro me iba a morir yo también, que teníamos
que huir de aquel país de mierda para poder vivir tranquilos en
algún otro lugar libre. Pero nunca pudimos hacerlo.
La última vida
la acabo de vivir en los Estados Unidos. Nací en una familia normal
y corriente y conseguí estudiar medicina, pero para mi desdicha solo
conseguí trabajo en el Corredor de la Muerte, esa famosa prisión en
la que esperan aquellos que han sido condenados a la pena capital.
Allí mi trabajo era un tanto contradictorio. Yo era uno de los
médicos de la cárcel, me ocupaba de que todos los que allí estaban
gozaran de buena de salud, para que llegaran fuertes y felices al
momento de su muerte. Entonces yo mismo me encargaba de
suministrarles el veneno que los llevaría a la otra vida.
Afortunadamente solo
ejecuté a tres, pero jamás pude olvidar su mirada, aquellos ojos
cargados de miedo y de rabia que me pedían sin hablar un poco de
piedad.
Anoche, una vez
más, mi mujer Jennifer, me preguntó que sentía al matar y yo le
dije que ya no aguantaba más. Me fui a mi dormitorio y me inyecté a
mí mismo la mezcla letal con la que tenía que matar en la cárcel.
Y ahora estoy a
las puertas del infierno, esperando que Belcebú tenga a bien dejarme
entrar. Y hoy lo voy a matar a él. No sé si dará resultado, a lo
mejor no vale para nada, pero mis vidas no pueden ser cosa de Dios,
al que por cierto nunca vi el pelo, tienen que ser cosa del demonio,
así que le voy a clavar esta inyección letal y a ver qué pasa. A
lo mejor se acaba el mundo, o se da la vuelta o qué se yo. En todo
caso mantengo la esperanza de no volver a vivir. No sería capaz de
soportarlo.
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