Julia nació y
creció en un pueblo de la comarca de Grado, en Asturias. Su familia
se dedicaba a la ganadería. Era la menor de siete hermanos, todos
ellos varones. Vestía la ropa heredada de la que ya no les servía a
ellos, con su pelo corto, correteando, trepando árboles galopando
con los percherones parecía un chico más entre ellos. Eso nunca le
importó, hasta su decimotercer cumpleaños, ese mismo día.
Sus padres
quedaron mudos al oír el gran picaporte golpeando con fuerza el
portón de madera; recibieron una inesperada visita
Julia fue quien
abrió la puerta. Apareció ante ella una mujer joven, radiante, de
pelo corto rubio platino, unos pantalones rosas ajustados, camisa de
manga corta atada con un nudo en la parte baja de sus pechos,
realzando sus turgentes formas y dejando ver su ombligo, un enorme
bolso blanco, negro, rojo y amarillo con una imagen de Marilyn Monroe
tan llamativa como ella en su mano izquierda. Con la derecha se quitó
las anchas gafas de sol que dejaron ver sus ojos verdes, ataviados
con una buena capa de rímel, y una larga y gruesa línea negra sobre
los parpados. Esbozando una gran sonrisa rojo escarlata, que elevaba
un poco el lunar que se había dibujado cerca de la comisura de sus
labios. Esta imagen, rodeada de un delicioso olor a vainilla, dejó a
Julia, que la miraba con los ojos como platos, deslumbrada para
siempre. Era su tía Águeda, que había abandonado su hogar cuando
tenía 18 años para recorrer mundo y se presentó, llena de
ostentosos regalos, en la casa que había sido de sus padres, ahora
de su hermana y su numerosa familia.
La visita duró
diez días. Julia se levantaba la primera desayunando y vistiéndose
a toda prisa, para descubrir un mundo, hasta ahora desconocido para
ella, junto a su tía Águeda, que pedía prestada a su sobrina, para
recorrer la Asturias que había dejado veinte años atrás. Visitaron
Oviedo, Gijón y Avilés. Julia gozaba mucho de estas excursiones y
reía sin disimulo, al ver que muchos hombres recibían un codazo o
una mirada de desaprobación de su pareja, cuando se giraban para
mirar a su tía.
Ropa moderna, un
nuevo peinado y unos zapatos con un poco de tacón por primera vez en
sus pies, compusieron el alumbramiento de su feminidad. La nueva
sensación, la impulsaba con jolgorio, a hacer posturas
sofisticadas, giros y poses frente los espejos, dejándola con la
boca abierta y sin pestañear. Llegaba a casa corriendo a contarles a
todos, casi a gritos, lo que vivía en esas excursiones. A su padre
no le gustaba nada a influencia de Águeda estaba ejerciendo sobre su
hijita, y apenas abría la boca cuando cenaban todos en familia, con
la esperanza de que en cuanto su cuñada regresara a Estados Unidos
todo volvería a la normalidad.
Julia abrazó muy
fuerte a su tía y le susurró, entre sollozos al oído, que fueron
los días más felices de su vida al despedirse de ella.
Volver a la
normalidad que su padre deseaba, no resultó tan sencillo como creía,
y a los pocos días las llamas de la cocina de carbón devoraron
cualquier evidencia del paso de Águeda, llenando la cocina de un
olor muy diferente al del carbón o la leña al que estaban
acostumbrados. No quería que su hija se “torciera” al igual que
había sucedido con su cuñada. Julia, temblorosa, rescató y
escondió apresurada aquel bolso con la imagen de Marilyn en su
armario - Algún día seré tan bonita como tu- se decía, cuando
todas las noches, antes de irse a dormir, se recreaba escudriñando
cada pincelada de aquel retrato y dándole un beso antes de dormir.
Con pantalón
ancho de algodón, jersey y chaqueta masculinos y chanclos sobre las
zapatillas deportivas de nuevo. Pero ahora, algo era diferente en
ella, su forma de caminar, desvelaba el bonito vestido y tacones que
imaginaba puestos.
Las horas pasaban
deprisa ante los espejos mirándose desde todos los ángulos
posibles, para hacerse peinados diferentes, con flequillo, sin
flequillo, con coleta, suelto, rizado, liso… terminaba agotando la
paciencia de su madre practicando con ella. Cortaba el pelo y hacía
peinados a los todos los perros del pueblo, arreglaba la barba de
algún cabrito, peinaba y teñía, con el tinte que le cogía a su
madre, el flequillo de alguna vaca. A los vecinos, les hacía gracia
ver como sus animales cambiaban de aspecto tras una visita de Julia
por sus casas, ataviada con sus peines y su inseparable bote de laca.
Realmente se le daba bien, y al cumplir los catorce lo tenía claro.
- ¡Seré
peluquera canina!
No existía
ningún lugar donde aprender dicha profesión en los alrededores, así
que a los dieciséis se matriculó en lo más parecido que encontró,
en una academia de peluquería para personas. Sus padres la apoyaron
con la esperanza de que se olvidara de aquella tontería de peinar
perros. A los dieciocho, orgullosa, colgaba su título de oficial
peluquera en su habitación, en la pared frente a la cama, para verlo
cada día al despertar y sentirse más cerca de conseguir su
objetivo.
Una fría noche
de invierno, el cosmos lo organizó todo para señalar su camino. El
parto complicado, de una de las vacas, de madrugada, hizo necesaria
la intervención del nuevo veterinario. Fue una larga noche. Tras
cuatro sufridas horas, el parto concluyó con éxito, y entre aquel
olor a paja y a recién nacido, el ternero fue bienvenido a la vida
entre gritos de alegría de los presentes.
El merecido
desayuno no se hizo esperar. Conversaron durante más de una hora de
todo un poco. El joven les contó, muy ilusionado, que pronto se
casaría y su gran reto de abrir un hospital veterinario en Madrid
junto a su esposa. Julia le interrumpió, no podía dejar escapar
esta oportunidad, se ofreció como auxiliar para el nuevo hospital.
Seis meses después, con una pequeña maleta, subida al tren con el
corazón latiéndole muy fuerte, decía adiós con la mano a sus
padres, que permanecieron respondiendo a su vez en el andén, hasta
que la puerta del tren se cerró para separarlos, por primera vez, en
un largo periodo de tiempo.
Se instaló en el
piso que le buscó su amigo el veterinario. Lo compartía con dos
compañeras. Una trabajaba en una tienda de moda y la otra en un gran
almacén. Julia las peinaba. Laura les aconsejaba sobre estilismo a
la hora de vestirse y Ana les avisaba de todas las ofertas de
maquillaje del gran almacén.
Julia siempre con
una sonrisa en la cara, irradiaba una alegría contagiosa que le era
devuelta por todas las personas con quien entablaba algún tipo de
relación.
En el hospital
comenzó a hacerse con clientes que necesitaban cortar el pelo a sus
mascotas. Su favorita era Lina, una caniche gigante blanca. Su dueña
Patricia, festejaba cada nuevo y atrevido peinado.
Lina tuvo cuatro
cachorros. Nada más verla, Julia cogió entre sus brazos,
llevándosela a su pecho, a la única hembra diciéndole a Patricia,
con sus ojos llorosos de tanta emoción:
–Por favor dime
que es para mí.
Patricia la
abrazó y Le dijo:
-¿Con quien va a
estar mejor?
Julia, dio un
suave beso en el hocico a la bolita blanca de algodón, que empezó a
mover su pequeña colita a toda velocidad, la alzó ante sus ojos y
le dijo:
-Te llamaré
Marilyn.
Julia y Marilyn
pasaban las veinticuatro horas del día juntas. Marilyn, con su forma
de caminar dando saltitos, la acompañaba al trabajo, a las
cafeterías, a alguna terraza de un restaurante, a tiendas…
En invierno,
Julia con una pomposa chaqueta de pelo blanco para ir igual que la
caniche, o alguna prenda de color que coincidiera con el de los
pompones teñidos de Marilyn. Pero lo mejor era la gran colección de
collares de colores que elaboraba personalmente, con sus sabias
manos, el anciano zapatero que vivía debajo de ellas.
Les hacía un cinturón para Julia, un collar y una correa que fuesen
a juego para Marilyn de todos los colores, rojo, verde, blanco,
negro, incluso con rayas de diferentes posiciones, de lunares, con
dibujos de animales, de árboles… ¡una gran variedad!.
Así que si vas
algún día por Madrid, te cruzas con una chica muy glamurosa con su
caniche gigante y ambas van conjuntadas con sus atuendos, que no te
quepa la menor duda, ellas son Julia y Marilyn.
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