Miraba aburrido,
cogiendo el primer sueño, a través del cristal viendo pasar a todo
el mundo mientras me preguntaba a dónde se dirigirían. Irán a sus
hogares, pensé. Todos tendrán sus casas. Más grandes, más
pequeñas, más bonitas, más feas… A mi me gustaría vivir en una
casa enorme, con una parcela más enorme todavía, para que pudiera
sentirme libre. Que le diera el sol en todos sus rincones. Y con
árboles, muchos árboles, que me regalaran una buena sombra para
cuando me cansara del sol. Y que tuviera piscina, para poder
refrescarme. Y una buena chimenea que me caliente en invierno.
Se abrió la
puerta y entró un chico algo sucio y sin afeitar. Habló unas
palabras con el dueño de la tienda, que seguidamente me cogió con
sus enormes manos y me entregó al joven. Salí por la puerta sujeto
en sus brazos, miré atrás y vi como se arrancaba de la puerta el
cartel de “se regala perrito”.
Aquella primera
noche dormimos debajo de un puente. Bueno, no era exactamente la casa
que yo había soñado, aunque si le ponía un poco de imaginación
realmente tenía algo en común. Sí, podía acceder a una parcela
muy grande y el hilo de agua que hace tiempo fue un rio, podría
pasar por una piscina. El calor que Pablo me dio, que así se llamaba
el chico, no es que sea una chimenea pero me mantuvo calentito toda
la noche, cuando me metió debajo de su jersey acunándome para que
estuviese tranquilo.
Pasó un mes y
Pablo consiguió trabajo. Nos trasladamos a vivir a un piso de tres
habitaciones, que compartíamos con dieciséis personas más que no
me hacían ni caso. Pablo trabajaba todo el día y yo solo estaba
feliz cuando él regresaba. Entonces jugábamos con la pelota, me
sacaba a pasear y por la noche nos metíamos juntos en el saco de
dormir. Por suerte ahí solo estuvimos dos meses.
Nuestra siguiente
vivienda fue cuando trabajó como vigilante de un gran parking en el
centro de la capital. El cuarto donde vivíamos, era subterráneo,
tenía una pequeña cama en la que dormíamos los dos, un aseo y un
hornillo eléctrico para hacer la comida. No tenía ventanas. Pablo
trabajaba catorce horas cada día. Me llevaba a la cabina de control
de vehículos con él. Así pasábamos las veinticuatro horas del día
juntos. Estuvimos dos años en este trabajo, en los que ambos
crecimos. Yo me convertí en un gran pastor alemán y él tras
cortarse el pelo, engordar unos cuantos kilos y comprarse ropa
decente se transformó en un chico guapo. Fue una buena época.
Tras ese periodo,
fuimos a vivir a un hotel de montaña, durante los seis meses de
temporada de invierno que permanecía abierto. Vivíamos en una
pequeña cabaña que le prestaba el hotel, me pasaba las horas
delante de la ventana esperando a que volviera del trabajo. Cuando lo
hacía, jugábamos sobre la nieve, corriendo, retozando o trayéndole
algún palo que me lanzaba. Y por la noche dormíamos juntos en el
sofá cama frente a la chimenea.
Terminada esta
temporada nos trasladamos a la costa, comenzó a trabajar en otro
hotel. Ahí vivimos en un piso muy pequeño pero muy iluminado, era
un quinto sin ascensor y yo volvía a pasarme las horas mirando por
la ventana hasta que él regresaba y se sentaba a mi lado a contarme
como le había ido el día. Llegaba tan cansado, que nuestros paseos
se volvieron muy cortos, en su día de descanso me recompensaba
pasándolo entero conmigo en la calle.
Pablo volvió a
cambiar de trabajo y con ello de vivienda. Ahora cuidaba de un gran
chalet en el que los dueños casi nunca estaban. Le dieron una
habitación dentro de la casa grande, en la zona destinada para el
servicio y a mi me instalaron en una caseta a la que se me ataba con
una larga cadena por el día. Aunque podía elegir tomar el sol o
echarme a la sombra de un sauce que tenía al lado, me aburría
muchísimo. Por la noche me soltaban para hacer de perro guardián.
Aunque tenía toda la parcela para mi, yo había descubierto cual
era la ventana de su habitación y me pasaba toda la noche debajo
para sentirle cerca. Al año aquella casa se vendió y tuvimos que
cambiar de nuevo.
Ahora teníamos
un nuevo hogar, pero en esta ocasión fue diferente. Pablo había
ahorrado todos estos años y había comprado una vieja casita que
arreglaba con sus propias manos, la ayuda de sus amigos y su novia,
una encantadora chica que trabajaba en la carnicería del centro
comercial, donde Pablo trabajaba como vigilante y que siempre me
traía algún hueso o trozo de carne, realmente me gustaba esta
chica. Me sentí muy feliz cuando vino a vivir con nosotros. La casa
era pequeña, con una habitación, una cocina, un saloncito, un baño
y un pequeño jardín con una verja que nos separaba de la calle. La
puerta de casa siempre permanecía abierta por el día para que yo
pudiese entrar y salir al jardín a mi antojo. Me gustaba tenerla así
y ver lo que pasaba fuera, pero lo que más me gustaba de todo, era
estar al lado de Pablo. Si él estaba comiendo en la cocina, ahí
estaba yo. Si se tomaba fuera una cerveza con los amigos, ahí estaba
yo. Si se iba a la cama a dormir, ahí estaba yo. Si se iba a duchar,
ahí estaba yo. Si estaba en el cuarto de baño, pues eso…que yo
permanecía siempre a su lado.
Lo que descubrí a lo largo de los años, es que la casa de mis
sueños, no tiene que ser la más grande, la más lujosa o la más
bonita. La casa de mis sueños está allí donde se encuentren mis
seres queridos.
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