Siempre había recordado sus años en Santiago con especial cariño.
Y quién no lo haría. La ciudad iba ligada a su juventud, a los años
de estudiante, a la vida libre de las ataduras de la familia por vez
primera... Hacía tiempo que estaba pensando en regresar, aunque
fuera por unos días, después de lo mal que le habían ido las cosas
sentía que necesitaba reencontrarse con una pasado que, para ella,
desde luego, había sido mejor que el presente.
En algún momento se le ocurrió que podía hacer el Camino, en
soledad, sin nada ni nadie que entretuviera su mente, teniendo todo
el tiempo del mundo para meditar, para renovar su alma. Jamás había
sido muy religiosa, el creer o no en un ser superior era algo a lo
que no daba demasiada importancia, pero la verdad era que, de un
tiempo a esta parte, necesitaba sentir, palpar, esa espiritualidad de
la que hablaban todos los que habían hecho el camino.
Así pues una mañana, cargada con una mochila llena de algo de ropa
y muchos desengaños, emprendió la marcha hacia su ciudad mágica,
hacía ese pasado siempre latente, hacia su lejana juventud. Y así,
teniendo como compañeros, al sol, a la lluvia, al viento del
nordeste y al polvo del camino, se fue sintiendo mejor y fue
creciendo de ella la ilusión por vivir de nuevo, por creer, por
recuperar todo aquello que había ido perdiendo.
Un día se acordó de Fran, aquel amigo que había conocido en la
universidad, con el que había compartido tardes de café, de apuntes
y de cigarrillos y del que, sin él saberlo, había estado
perdidamente enamorada, y pensó que no estaría mal volver a verle y
tener alguien con quién recordar. Cierto es que habían pasado
muchos años y tal vez ya sus vidas no tuvieran nada qué ver, pero
al fin y al cabo para tomar unas cañas y charlar un rato tampoco
hacía falta mucho más que una agradable compañía. Cuando le llamó
él se alegró de escucharla y le hizo prometer que estaría en la
ciudad en el día del Apostol para pasar juntos la jornada de fiesta.
Ella así se lo prometió y fue por eso que el día anterior,
sabiendo que no le daría tiempo a llegar a la ciudad caminando,
tomó aquel tren para poder estar con su amigo el día convenido.
Fueron unos pocos kilómetros, apenas media hora de viaje, durante la
cual se sintió nerviosa y expectante, exultante su ánimo ante la
perspectiva de volver a vivir la algarabía de un día de
celebración. La noche, los fuegos artificiales iluminando la fachada
de la catedral, la música en las calles, la gente.... y aquella luna
llena que comenzaba a adivinarse por un rincón del cielo...y las
estrellas esparcidas en el campo celeste del universo...
Entonces ocurrió. Fueron unos minutos, unos segundos tal vez. Se
escuchó el estruendo, los bandazos del vagón de un lado a otro, los
gritos aterrorizados de la gente y la total oscuridad que se apoderó
de ella en un intento firme de arrebatarle la vida...
Despertó al día siguiente en una cama de hospital y fue entonces
cuando se enteró de la tragedia, de los muertos, de la solidaridad
de la gente.. Y supo que alguien o algo había decidido darle una
segunda oportunidad. Tal vez el apóstol, tal vez simplemente su
propio destino.
. Todavía no lo sabe, pero dentro de un año volverá a hacer el
camino y una noche cálida de verano, desde el Monte do Gozo, apoyada
en una vara de avellano y contemplado las torres iluminadas de la
catedral, mirará hacia el manto de estrellas que iluminará el cielo
y recordando el día de hoy, dará las gracias, al apóstol, o tal
vez a su propio destino, por algo muy simple: por vivir.
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