La venganza de la sartén cochina - Marían Muñoz




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Como vosotros sabéis, no soy persona de exageraciones y debido a mi formación académica mi espíritu es más bien racional, más lo que voy a contaros tiene visos de irreal, habréis de creerme que ocurrió realmente.
En alguna ocasión os he contado que mi familia procede de Villaterrón y muchos veranos los disfruto allí con mis abuelos, pues bien, esto que os cuento sucedió allí.
Hará como unos tres inviernos que falleció Proserpina la herbolaria. Era una mujer diestra y siniestra, diestra porque era muy certera con sus pócimas, cocimientos y fomentos que sanaban a todo aquel que se lo pidiera, ya que era una gran conocedora de la flora y fauna de la región; y siniestra porque hacía años que vivía sola y su aspecto físico como el de una bruja de cuento, delgaducha, siempre de negro con nariz afilada y una gran verruga en la frente.
Tan sólo se relacionaba con el carnicero que era quien le proporcionaba huesos y pellejos para sus ungüentos, por ello en una ocasión le dio un sobre y en su interior estaban escritas sus últimas voluntades para cuando se muriera.
Quiso el azar que una fría mañana de invierno una vecina al ver que no contestaba a las llamadas a su puerta, entraron en su casa y la encontraron muerta.
El carnicero al enterarse llevó el sobre al Alcalde, quien antes de enterrarla lo abrió, en él dejaba dispuesto que su casa y su huerto fuera donados al pueblo para ser utilizados por los más necesitados y se dispusiera como quisieran del resto de sus pertenencias, menos de su sartén que debía ser enterrada en el ataúd con ella.
En cuanto se enteró Don Juan, el cura de la parroquia desde hace mucho tiempo, dijo que ni hablar, que aquello era un sacrilegio y que no se volviera a hablar del tema.
Acababan de enterrarla cuando empezó el calvario en el pueblo.
Primero en casa de D. Juan, pues él y su hermana que le atendía, se pusieron indispuestos con profusa descomposición, apenas mejoraban cuando volvían a recaer, en tres ocasiones tuvieron que ingresar en el hospital, pero su mal al cabo de un mes desapareció.
Les siguió su vecina Agripina, que siendo como era un frío invierno, se pasaba las noches recitando poesía o cantando himnos de iglesia asomada al balcón de su casa; gripe, catarros y pulmonía pilló, pero aun así, durante todo un mes las noches se las pasó en el dichoso balcón.
El siguiente en caer fue el Sr. Ciprino, todo un mes lo pasó trabajando las 24 horas del día, noche tras noche se levantaba sonámbulo y se iba a la cuadra a ordeñar a las vacas, dar de comer a las ovejas o cepillar el lomo a sus burros, y luego por el día medio dormido tenía que atender las labores del campo.
Mes tras mes los males cambiaban de casa, estaba el pueblo temblando de pensar cuándo le iba a tocar la maldición y cual sería, se corría la voz por el pueblo que todo estaba pasando desde la muerte de Proserpina y no entendían el porqué.
La casa de mis abuelos está a la entrada del pueblo y alejada de la Iglesia, por esa razón cuando llegué al principio del verano la maldición aún no les había tocado.
Nada más instalarme fui a casa de mi amiga Tina que había llegado antes que yo, la encontré con su hermano Site en el corral, tras los saludos nos pusimos a charlar contándonos nuestras cosas, cuando de repente oímos un sonido como el rasgar de una tela, Site pegó tal brinco que nos alarmó.
-- ¿Qué te pasa? ¿Por qué saltas?
-- Es que alguien me ha tocado el trasero.
-- ¡Qué dices, si no hay nadie más aquí!
-- Que sí que sí, mirarme por detrás.
Y efectivamente, como si fuera la Z del zorro, un jirón se le hizo en la parte de atrás del pantalón y el calzoncillo a la vista estaba. Estábamos riéndonos cuando el dichoso sonido volvió y ahora era su pantalón, el de Tina, que también se rompió.
Tuvieron que estar todo un mes vistiendo prendas viejas o de trapillo, porque ropa que se ponían los de aquella casa, ropa que se rompía deshilachada.
Durante el verano los jóvenes apenas entramos en casa, tan sólo para comer o cenar, y nos pasamos el día reunidos en el corral de alguno, sentados en el pilón contándonos nuestras cosas o ayudando en el campo a los vecinos, pero aquel verano apenas hablábamos, cabizbajos meditábamos quien iba a ser el siguiente en recibir la maldición y qué nos podría pasar.
Al final la dichosa maldición llegó a mi casa, ni nos enteramos como fue, era fin de semana, mi tío había llegado para traer a mi prima Isabel quien iba a pasar el verano conmigo, estuvimos comiendo en la cocina con normalidad, a mi abuela le dolía la cabeza, le aconsejé que se acostara que me encargaría de fregar los cacharros y de recoger la cocina.
Así lo hice, más entre todo el menaje para lavar había una sartén muy cochina, que por más que frotaba no conseguía limpiar.
La dejé a remojo para que se ablandara la costra que tenía formada en su base, y me puse a jugar a las cartas con mi familia. No logré llevarme ninguna mano, ni al cinquillo, ni a la brisca y mucho menos al siete de velos, así que me retiré del juego y me dirigí al fregadero para acabar con mi tarea.
Me enfundé unos guantes y cogí el estropajo metálico para poder frotar mejor, apenas transcurrieron dos minutos de fricción cuando a mis espaldas oí un crujir (crik crak crik crak) un escalofrío me recorrió la espalda y pegué un bote en el sitio, se me puso la carne de gallina. El sonido era como el estrujar contra el suelo una botella de plástico para sacarle el aire y que ocupe menos en el cubo de la basura, me giré con la intención de reñir a quien lo había hecho, por ello dirigí la mirada al suelo buscando el pie del culpable y el resto de la botella, pero en vez de eso, lo que entonces vi me estremeció más todavía. En mitad del suelo de la cocina, de pared a pared, las baldosas se habían levantado formando un pequeño montículo que partía en dos la habitación, separándome a mí del resto, como si un rayo la hubiera atravesado.
En décimas de segundo pensé, eso ha sido un terremoto, por aquí pasa una falla, esta fisura corta a la mitad la casa, tras esto se abre la tierra, va y me traga.
Fue un instante, no dudé ni un segundo, solté el estropajo y la sartén, y con las dos zancadas más largas que en mi vida he dado, salté por encima del montículo y a la carrera salí a la calle, los demás al verme correr, detrás de mí se vinieron y en el corral nos juntamos, jadeando y con la lengua afuera sin decir palabra. Pálida de la impresión y ellos muertos de risa por el carrerón que nos pegamos.
-- Malamente balbucí: ¿Habéis visto eso? ¿Qué ha sido un terremoto?
-- Pero que dices, ha sido la abuela que ha pisado arriba una viga y ha crujido, nada más.
-- ¿Pero no lo habéis visto? En el suelo de la cocina hay un montículo.
Todos se reían de mí, habían mirado al techo pensando que era una viga la que había hecho el ruido, era la única que había visto lo que realmente había pasado, y sin saber por qué al verme correr hacia fuera por instinto me siguieron.
Cuando conseguimos calmarnos y comprobar que la casa no se caía y todo estaba normal, ¡anda, la abuela dentro y nosotros como si nada!, regresamos con cuidado a la cocina, efectivamente un montículo la dividía, los azulejos al levantarse uno tras otro y juntarse habían hecho el ruido que tanto me trastornó.
¡Eso ha sido la venganza de la sartén cochina!, dijo Isabel, todos nos reímos, pero recordé en ese momento la petición de Proserpina, así que le pregunté a la abuela de donde había venido aquella sartén, y parece ser que mes a mes, casa a casa, la maldita sartén se paseaba por todo el pueblo.
Con mucho tiento la sequé, en un trapo la envolvimos y a D. Juan se la llevamos rogándole encarecidamente que la metiera en el ataúd con los restos de Proserpina o en su casa se quedaba la dichosa sartén para que su maldición le volviera a caer a él.
En cuanto las dos se juntaron, el pueblo recuperó la normalidad, disfrutamos del resto del verano tranquilos, aunque pegando saltitos en la cocina cada vez que pasábamos de un lado a otro de la misma.
Como no hay mal que por bien no venga, mis abuelos se vieron obligados a levantar y cambiar todo el suelo, de paso aprovecharon la obra para poner toda la cocina nueva.
Ya sé que esta historia más que de terror es de risión, pero aún me estremezco al recordar aquel momento en que por un instante pensé que la tierra me tragaba y mi vida entera por mi mente pasaba.


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