La vida es música - Esperanza Tirado

                                         

 

 Relato inspirado en la fotografía

 

La felicidad estaba en una nota desafinada. O eso al menos parecía decir aquella vieja foto en la que mi tatarabuelo se veía acompañado de otros tres niños.


Según la historia familiar, que cambia el guión dependiendo de qué miembro de la familia te la cuente -y si hay sobremesa con botella de anisete o licor de café de por medio- mi tatarabuelo fue músico. O lo intentó. Porque las consecuencias de la guerra, una de tantas, lo pilló de lleno; y su aprendizaje musical es más probable que se viera reducido, igual que el de sus amigos de la foto, a unos instrumentos de juguete y a unas pocas lecciones del cura los sábados después de misa.


Nadie recuerda sus nombres ni a qué familia pertenecieron.


Tan solo en el reverso aparece escrito:


1913

La vida es música

Hans, Samuel (el rubio que lleva la guitarra supuestamente era mi tatarabuelo), Henry y Alexander


Ni lugar, ni fotógrafo, ni apellidos. Nada más.

Cuatro niños sonrientes. Nada menos.


Sabemos que Samuel es familiar nuestro porque la tradición oral así lo cuenta, generación tras generación. Y porque en la acera donde están posando había una carpintería, propiedad de algún otro familiar nuestro. En la que en ocasiones se fabricaban instrumentos musicales rudimentarios, como los que portan en la fotografía. No aparece cartel que la ubique. Pero esos adoquines y ese tipo de ladrillos son idénticos a otros de muchas otras fotos que sí tienen fecha y lugar de procedencia en algún álbum del desván de mis padres, o de mis tíos. No sé bien. Mi memoria ya desafina.

Las recuerdo vagamente; de pequeño era toda una aventura subir a registrar en las cajas. Con la consiguiente regañina con zapatilla de mi madre que ponía el grito en el Cielo con su consabido:


¡¡Es que me lo ponéis todo por medio!!’


Aunque luego se quedaba conmigo y con mis dos hermanas para contarnos batallitas que cambiaban algún detalle según el momento y la edad.

Conforme mi madre se hizo mayor, dejó de subir zapatilla en ristre; y éramos nosotros los que bajábamos con los pesados álbumes. Las lágrimas aparecían con mayor frecuencia entonces. Mi padre se había ido un poco más allá del desván en aquella época. Y nosotros dejamos de subir a por los álbumes para no darle un mal rato a su ajada memoria. Su corazón estaba demasiado quebradizo como para más recuerdos sensibles.


Cuando mi madre faltó, los álbumes se quedaron olvidados en el desván. Y dejamos la casa. O, al menos yo lo hice. Mis hermanas se casaron, tuvieron hijos, una se divorció, lo intentó de nuevo y le salió rana. Otras dos veces. Volvió a la casa familiar, se fue, la alquiló, volvió y se fue de nuevo… De mis sobrinos, sé que probaron de aquí y de allá, con resultados distintos. Salieron culos inquietos, quizá demasiado. En fin, la vida; que a veces es caprichosa y desafina.


Por la mía entraron y salieron varias mujeres, algún hombre, en una etapa de experimentación que no repetí; no fui padre, que yo tenga conocimiento; viví en varios países; trabajé haciendo de todo: desde camarero en tugurios o en coctelerías de lujo hasta sastre de personalidades; con acuerdo de confidencialidad incluido. En esta vida hay que hacer de todo. Y de todo lo malo y de lo bueno se va sacando alguna enseñanza.


Tras el enésimo batacazo en alguna de esas crisis recurrentes que siempre nos pillan desprevenidos, volví desafinado y arrastrando la cola entre las piernas a la casa familiar, que misteriosamente aún era de mi hermana. Mis padres ya no estaban. Se notaban sus huecos y sus presencias a la vez. Subí al desván. Me recorrió un escalofrío al abrir la puerta mohosa. Y me reencontré con la foto de aquellos cuatros niños sonrientes.


Qué felicidad aquella. Unos instrumentos de juguete que ni siquiera sonarían bien. Y sentí envidia de algo que apenas si era mío ni cercano. Sus risas me hicieron llorar. Y las lágrimas me hicieron bien.


Parcheé un poco mi desafinada existencia, Y probé de nuevo, un más difícil todavía. Empezar en la casilla de salida a mis bastantesytaytantos no era fácil.


Un domingo en el Rastro compré un banjo a un anticuario. Le faltaban dos cuerdas. Pero me dio igual.

Mientras me iban saliendo chapuzas aquí y allá, como albañil, camarero, esa profesión nunca te suelta, transportista de lo que hubiera que transportar (nunca pregunté qué cuando me pagaban), fui aprendiendo a tocarlo.

Primero en el desván de casa de mis padres, después por las calles, en los parques. Desafinaba y sonaba a gato destripado. Pero la gente se paraba y sonreía a mi esfuerzo. A veces hasta me aplaudían. A veces me echaban monedas. Cinco, diez, veinte céntimos… Poca cosa. Pero con los portes, las propinas y las chapuzas pude comprar un estuche para conservar el banjo. Parecía un músico de verdad, de esos pisoteados por la vida, de los que se dejan media existencia entre barras de bar, cerveza con aroma a tabaco rancio, amores amargos y escenarios mal iluminados. Ya por entonces iba desafinando un poco menos. Aunque mi sonrisa se torció en algún momento por tanto vaivén.


Nada que ver con aquel rubio sonriente antepasado mío. Quizá no era él mi antepasado, sino el gordito que sujetaba el banjo, Alexander, según la trasera de la foto.


A veces, cuando mis desafines iban entonándose se me venía mi madre a la memoria con alguna de sus frases lapìdarias:


El que canta su mal espanta’


No sé si eso se extendía a tocar (regular, pero con voluntad) algún instrumento. El caso es que, gracias a las notas de un viejo banjo y a esa foto, ya reparcheada y estropeada por tantos años conmigo, mis ilusiones no desafinan demasiado. Y mis males se van y se vienen al son de la melodía que intento componer cada vez que miro esa foto. La de la felicidad, sin más.



 

 

 

 

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