El molinillo roto - Pilar Murillo

                                            Molinillo de café con granos de café. sobre un fondo de madera.

 

Me costó muchas vueltas de cabeza para decidirme a venir a vivir aquí. La casa de mi abuela, donde todos los veranos me traían mis padres para que ellos siguiesen trabajando en Suiza.

De pequeña no extrañaba demasiado el lugar donde nací porque el pueblo de mi abuela era tan verde como La petit Grave, aldea suiza que está entre Francia y Ginebra. La única diferencia es que los inviernos son muy fríos, la nieve dura hasta bien entrada la primavera. En invierno es todo un manto blanco, pero llegada la primavera es muy verde y florido, así como el pueblo del norte de España de mi abuela.

Mi abuela solo plantaba plantas y alguna hortaliza y animales solo tenía una vaca para su propio consumo de leche, manteca y queso.

Pero me pasaba horas jugando con la niña de los vecinos que sí se dedicaban a la labranza.

Los sábados por la tarde, ya sabía lo que mi abuela iba a hacer, la veía sacar aquel molinillo manual para moler café y cuando empezaba a hervir estaba entrando por la puerta el abuelo de mi vecina.

Ya de mayor supe que aquel señor y mi abuela habían sido novios cuando apenas eran unos críos, pero él se fue a la guerra, tardó en regresar, lo dieron por muerto, entonces a mi abuela le presentaron a mi abuelo, vecino de un pueblo cercano. Yo creo que mi abuela nunca amó a mi abuelo, le tenía cariño, pero amor, se lo tenía al vecino, porque yo se lo notaba en las miradas, aunque intentasen disimular.

El señor había enviudado recientemente y mi abuela ya llevaba un montón de años sola. Mi abuelo se lo había llevado una terrible enfermedad terminal.

Yo desde mi condición de niña adoraba ver a mi abuela canturrear mientras llegaban las 5 de la tarde y sacaba el molinillo y venga a darle vueltas para hacer aquel típico café de manga que impregnaba de aroma toda la casa. El abuelo de mi amiga llegaba, saludaba con una sonrisa adorable y mi abuela lo invitaba a entrar hasta la cocina. Él se sentaba en la cabecera de la mesa y esperaba impaciente a que le posara ante él la taza de café. Yo me sentaba en medio de los dos, tan solo tenía diez años y me encantaba estar en esos momentos en los que la casa entera rezumaba tanta ternura.

Yo con mis manos sosteniendo la barbilla los escuchaba atentamente cuando contaban historias de cuando eran jóvenes. Nunca hablaban de ellos mismos como pareja, sólo eran recuerdos que a mí me parecían cuentos. Muchas veces riamos, o más bien ellos reían y yo les imitaba.

Cuando ya fui adolescente mi abuela y su pretendiente ya estaban avanzados en edad.

Yo era para todos la pequeña suiza, por mi español con acento francés. Seguía siendo amiga de Estela, la vecina, los juegos eran aparentar ser mayor. Fumar a escondidas, espiar a nuestros abuelos, así descubrimos el primer beso que se dieron después de cinco años de estar tomando café todos los sábados a las 5 de la tarde. A él se le cayó la boina al suelo ella fue a recogerla mientras el abuelo de Estela permanecía sentado en la silla. Mi abuela al incorporarse cruzó su mirada con la de él y los dos a la vez se unieron en un beso amoroso, de esos de película, era entre pasional y una fuerza descomunal de deseo reprimido. Se separaron en pocos segundos. Creo que me oyeron la risa que inevitablemente se me escapó. Estela se fue corriendo para casa y nuestros abuelos regresaron a la realidad, entre nerviosismo y vergüenza. El abuelo de Estela se fue tras los pasos de su nieta despidiéndose de mi abuela, tan solo con la mirada y una disculpa apenas perceptible.

Después de esa escena de amor Estela me dejó de hablar y al novio de mi abuela se le prohibió tomar café. Prescripción médica, dijeron. A mi abuela cuando se lo conté, pues le di yo la noticia, se le cayó el molinillo de las manos y se rompió al caer al suelo, ya era un molinillo viejo y guardaba uno eléctrico, regalo de mis padres.

Aquí me veo con el viejo molinillo roto entre mis manos. Mi abuela nunca lo quiso tirar. Ahora lo llevaré a la ciudad a uno de esos señores que arreglan de todo, para ponerlo de adorno en alguna estancia de la casa.

 

 

 

                                                      Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

El molinillo roto - Marian Muñoz

                                      209329823

 

Al abrir la puerta de la calle se encontró con la inspectora Abril, de una pequeña bolsa sacó un molinillo de pimienta nuevo, no sabía lo que pretendía con aquel regalo pero de su boca no iba a salir ni una palabra sobre lo sucedido a su marido salvo lo que ya constaba en el atestado y estaba dispuesta a defender la versión oficial.

Ambos se conocieron siendo monitores en un campamento de verano, desayunar huevos revueltos salpicados con pimienta negra les propició un acercamiento inesperado y poco a poco aquella amistad culminó en matrimonio. Pedro era un hombre amable, cariñoso, simpático y muy caballeroso, ni siquiera en los primeros años de vida en común mostró signos de otra cosa que no fuera un gran amor por Elisa y una preocupación constante por su bienestar. Al principio ella había intentado encontrar un hueco en el mundo laboral pero al quedarse embarazada lo postergó para volcarse en su hijo. Pedro siguió siendo el mismo enamorado de siempre, atento y servicial aunque demasiado a menudo ausente por motivos de trabajo. Parecía que la vida les seguía sonriendo al llegar el segundo bebé, otro niño, con amplios pulmones que impedían el deseado descanso a la pareja. Las tareas para Elisa eran dobles más atender a su marido la agotaban en ocasiones y él empezó a quejarse, a sentirse relegado por unos mocosos a los que solía ignorar.

Tan centrada estaba Elisa en sus hijos que apenas percibió el cambio de carácter de Pedro, lo justificaba por el estrés en el trabajo y a ser el único que traía ingresos a casa. Día tras día le perdonaba su mal humor, sus quejas continuas y sus desaires, no comprendía el motivo de prohibirle visitar a sus padres o a su hermana que adoraba a sus sobrinos, creía que con el tiempo se le pasaría y volvería a ser el marido cariñoso de siempre no dándole importancia. Cuando se quedó embarazada del tercero las broncas eran algo cotidiano, los insultos, bofetadas y ataques de ira achacándole que no valía para nada, sólo era una coneja que no paraba de parir. Sintió caer en picado la poca autoestima que tenía y lo peor sucedió cuando la empujó por las escaleras estando aún embarazada de seis meses. Dolorida, magullada y tremendamente preocupada por el estado de su bebé acudió sola a urgencias mostrando grandes dotes de actriz al convencerles que su torpeza le impidió ver el escalón. Aquel día le informaron que venía en camino una niña y aparentemente se encontraba bien.

A raíz de aquella caída Elisa comenzó un infierno de desprecios, golpes y violaciones por parte de su marido. Su prioridad era defender a sus hijos de su padre y tenerlo contento a él para que ni los mirase. Procuraba que sus niños pasaran la mayor parte del tiempo en casa de amigos o compañeros de clase conviviendo unas horas en un ambiente de amor y cariño, no de gritos e ira lo habitual en su hogar. Había logrado un deseado equilibrio entre hijos y marido, sacrificándose al ser pasto del mal humor de Pedro. El escaso contacto mantenido con sus padres o su hermana era guardado en secreto. Moratones, heridas o lesiones cutáneas eran siempre consecuencia de su torpeza procurando que al llegar él a casa los niños ya estuvieran durmiendo en sus camas. Creía tenerlo todo controlado hasta que la pequeña Daniela empezó a ser el juguete preferido de su padre. No les quitaba ojo cuando estaban juntos, temía por la niña al ver como la abrazaba, la besaba o la quería acompañar a su cama. Todas las alarmas se dispararon y Elisa empezó a buscar una salida para aquel tormento.

Si se divorciaba él se quedaría con los niños y si se largaba con ellos él la denunciaría y terminaría en la cárcel, no encontraba otra salida que sacrificarse por sus pequeños y suicidarse, encontrando la fórmula para culparle a él y así quedarían en manos de su familia. El único sentido que tenía su vida era ayudar a sus hijos a librarse de su padre, empezando a planear cómo, cuándo y dónde, al mismo tiempo encontrando la manera de que estuvieran bien atendidos.

Si debía morir intentaría dejarlos bien cubiertos con una póliza de vida, un día se lo comentó pues era un gasto más a la economía familiar pareciéndole genial siempre que le pusiera a él de beneficiario, incluso convino en hacerse otra. Iban a ir juntos al seguro pero se las apañó para ir en días separados y contratarla como deseaba. Mientras ideaba su muerte esperó un tiempo prudencial para que no pareciera sospechosa. Siempre desayunaba un revuelto salpicado con pimienta negra molida, costumbre que tenía desde joven y encontraba que esa comida podría ser la solución a su desaparición.

Había leído en una novela de Agatha Christie un asesinato con unas bayas venenosas similares a los granos de pimienta, si estaban secas se podían triturar e ingerir provocando la muerte al instante. Sólo quedaba encontrarlas y ver como implicaba a Pedro para que se las diera y parecer culpable de asesinato. Con los niños recorrió parques, jardines e incluso buscaba en arbustos que rodeasen los edificios. Tardó pero finalmente lo consiguió. Acudió a recogerlas a escondidas, estaban frescas y tuvo que esperar unas semanas para su maduración, las tostó en el horno para lograr una textura parecida al grano de pimienta negra. Por aquellos días acudió a un notario e hizo testamento incluyendo que la custodia de sus hijos recayese en su hermana, casada y sin hijos adoraba a sus sobrinos y los cuidaría maravillosamente.

Estaba dispuesta a morir, había ocultado a todos el maltrato físico y psicológico de su marido, por vergüenza había aceptado cada humillación y que su vida no tenía ningún valor tal como él le repetía. Su sacrificio liberaría a sus pequeños y terminaría con Pedro entre rejas. Escogió el día y envió a los niños con sus padres sin decirle nada a él. Se levantó como siempre preparándose su desayuno de huevos revueltos, él ya no los podía comer por culpa del colesterol y le pidió amablemente que echara pimienta molida en ellos. El molinillo había sido vaciado la víspera rellenándolo con las bayas secas y tostadas, al molerlas no encontraría diferencia con la pimienta. Limpió cuidadosamente el molinillo para que las huellas fueran únicamente las de su marido. Mientras Pedro molía ella de espaldas le preparaba su café, al girarse con la taza humeante entre sus manos, vio como él se terminaba el último bocado del revuelto, asustada por la inesperada escena dejó caer la taza al suelo, partiéndose en añicos y desparramando su contenido. Viendo aquel desaguisado él la golpeó en la cabeza con el molinillo de pimienta, quedando inconsciente a causa del golpe.

Cuando despertó se vio en el suelo de la cocina encima de un charco de café, rodeada de trozos de taza rota y de bolitas pequeñas en las que reconoció las bayas. No había rastro de su marido ni tampoco de los huevos revueltos. Rápidamente se incorporó al ser consciente de la situación y de la posible llegada de la policía, así que aún mareada comenzó a secar el suelo, tiró los cachos de la taza al cubo de basura así como el molinillo roto en dos, recogió una por una las bolitas de baya tirándolas por el fregadero, ya que las de pimienta se encontraban desde el día anterior en la basura. Aún goteando sangre por la herida de la cabeza subió rápidamente al dormitorio, se cambió de ropa y puso la lavadora, inició una actividad frenética haciendo camas, recogiendo juguetes y limpiando todo para la segura visita de la policía. Cuando terminó se fue al baño a curarse la herida de la cabeza que aún sangraba, fue entonces cuando oyó girar la llave en la puerta de la calle, Pedro entraba con un amigo en animada charla dirigiéndose a la cocina. Elisa estaba nerviosa pensando en lo que podría pasar y en como aparecer ante ellos. Oyó abrir la puerta de la nevera y cómo destapaban dos botellas, suponía que de cerveza. Mientras tanto continuó curándose la herida e intentando peinarse para que no se notara, de repente oyó un golpe procedente de la cocina, unos sonidos raros como de ahogo escuchando al amigo gritar el nombre de su marido reiteradamente intentando reanimarle.

Oyó pedir ayuda pero no se movió, aquel hombre no paraba de gritar y de llamarla, el miedo la paralizó, no fue consciente de cuánto tiempo esperó hasta que finalmente bajó las escaleras, aquellas escaleras por las que él la había tirado estando embarazada, lenta y parsimoniosamente acudió a la llamada. Su cara desencajada empezaba a tener un color azulado, jadeaba con dificultad y sus manos intentaban alcanzar algo, quizás el aliento que se le escapaba, hizo acopio de todo su valor llamando a emergencias, fueron los cinco minutos más largos de su vida, cuando aparecieron intentaron reanimarlo trasladándolo a urgencias, donde desgraciadamente falleció. El diagnostico fue de infarto.

La policía inició una investigación y gracias al testimonio del amigo y el personal de emergencias la conclusión fue que la cerveza estaba tan fría que provocó un corte de digestión y el infarto. Dos inspectores de policía se acercaron al domicilio para averiguar más sobre la defunción, la inspectora Abril no parecía convencida de los hechos al ver su herida en la cabeza, estuvo fisgando por la cocina intentando comprender lo ocurrido y desconfiando de lo contado por el amigo, mientras que su compañero daba por buena la versión cerrando el caso. Aquella inspectora fue hasta tres veces a su casa al dudar de ella, se lo notaba, incluso se llevó la bolsa del cubo de basura con el molinillo roto, la taza y los granos de pimienta, nunca se le ocurriría mirar en el desagüe, ni siquiera le hicieron autopsia al tener tan clara la causa de su muerte. La gula había terminado con él y ella podría cuidar adecuadamente de sus hijos volviendo a ser persona y reanudar su vida.

Nunca jamás sabrían lo ocurrido realmente y el sacrificio que había estado dispuesta a hacer. Aquel molinillo roto le devolvió la vida y a los suyos.

 

 

                                                      Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

El molinillo roto - Gloria Losada

People at flea market at square before Barcelona Cathedral


Nunca me llevé demasiado bien con mi abuela Carmen, la madre de mi padre. En realidad nunca me llevé, sin más, ni bien ni mal, puesto que apenas teníamos relación. La visitaba dos o tres veces al año más por compromiso que por otra cosa. Era una mujer hosca y fría y siempre me había dado la impresión de que le molestaba un poco mi presencia, a pesar de que su comportamiento conmigo, sin ser cariñoso, era correcto.

Uno de los días de visita obligada era el día de Reyes. Siempre tenía un regalo para todos sus nietos, una generosa cantidad de dinero, y por mi parte todos los años le compraba su frasco de su colonia favorita, que olía a rancio, pero a ella le gustaba. Aquel día yo siempre aprovechaba para moler el paquete de café que la empresa incluía en el lote de Navidad que nos regalaba. La abuela tenía adosado a la pared de la cocina un precioso molinillo de manivela de porcelana blanca con cenefas azules, absolutamente maravilloso. Se le echaba el grano por la parte superior, se molía dándole a la manivela y caía el café ya triturado en un pequeño cajoncito. A mí me encantaba el molinillo y siempre le pedía a mi abuela que por favor me lo dejara en herencia a lo que ella contestaba con un escueto “ya veremos”.

El día de Reyes de 1980 el molinillo no estaba en la pared de la cocina. Era el quinto año que yo aprovechaba para moler mi café, pero no pude. Le pregunté a mi abuela y me dijo que se le había roto la manivela y que se lo había vendido a un chatarrero. Le reproché que yo siempre se lo había pedido.

-Nunca te prometí que te lo daría – me contestó secamente – además me he comprado uno eléctrico, es mucho más cómodo, puedes moler en él tu café.

Por supuesto que no lo molí, ni ese día ni ningún otro. A partir de entonces fui guardando los paquetes que me regalaba la empresa. Me daba pena tirarlos, pero tampoco quería moler el café en un molinillo eléctrico, no me daba la gana. Alguien me dijo que si lo guardaba bajo ciertas condiciones el café en grano era muy difícil que se estropeara, así que respeté tales condiciones y conservé los paquetes, mientras buscaba el molinillo de mis amores.

Durante unos cuantos años me hice asidua de los mercadillos, concretamente de los puestos en los que vendían variopintos objetos de segunda mano que en su mayoría no servían para nada. Molinillos encontré muchos, pero el mío parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Vaya usted a saber a quién se lo vendería mi abuela. Mientras tanto los paquetes de café aumentaban… uno, dos, tres, cuatro… treinta y nueve. En el año 2019 había treinta y nueve paquetes de café guardados en un pequeño cuarto que yo había acondicionado para ello. Durante aquel tiempo aunque dejé de ir a los mercadillos jamás olvidé el molinillo roto, ni deseché la descabellada idea de encontrarlo, supongo que por eso guardaba el café. A su vez mi vida había dado muchas vueltas, tantas que si me pusiera a relatarlas me desviaría mucho del tema, quedémonos con que en el año 2019 me había llegado el momento de mi jubilación y con que vivía en una hermosa casa a las afueras de la ciudad con mi nieta Almudena, única familia que desgraciadamente me quedaba. Almudena acababa de cumplir veinte años y trabajaba en lo que le salía, pues no había querido estudiar. Le encantaban las plantas silvestres y su ilusión era poner una herboristería o alguna tienda en la que vender productos naturales, para lo que estaba ahorrando encarecidamente. Yo simplemente estaba esperando que llegara el momento adecuado para ayudarla a cumplir su sueño, que sería cuando asentara un poco más la cabeza, no fuera a ser que hoy suspirara por la herboristería y mañana se le diera por desear una tienda de hortalizas ecológicas. Pero por lo pronto quien me dio una buena sorpresa fue ella, pues con motivo de mi recién estrenada jubilación me regaló un viaje a Cuba, para las dos, nada menos. A la mierda sus ahorrillos, bueno, a la mierda no, a Cuba. No tuve el valor de regañarle, mi nieta era y es así, generosa y desprendida, así que para allá nos fuimos.

Fue un viaje precioso e inolvidable por muchas razones. Aparte de lo increíblemente hermoso que es el país a pesar de su decadencia, para mí fue un orgullo poder pisar la tierra a la que en su juventud fue a trabajar mi abuelo materno, que hablaba de aquel país con verdadero sentimiento. Pero lo mejor del viaje ocurrió el día en que fuimos a comer a aquella casa del barrio de Miramar, uno de esos restaurantes familiares en los que comes como si estuvieras en tu propia cocina. Allí, colgado de la pared del pequeño comedor había… ¡un molinillo idéntico al mío! bueno, al de mi abuela. Ni qué decir tiene que se me atragantó la comida. Me acerqué casi con miedo y lo observé durante un rato. Toqué la manivela y se me quedó en la mano, estaba rota, casi no tenía la menor duda de que era mi molinillo. Encontrarlo en Cuba no se me hubiera pasado jamás por la mente.

De inmediato le pregunté a la dueña de la casa de dónde había salido mi adorado objeto. Me contó que un familiar suyo muchos años atrás, había realizado un viaje a Galicia para conocer a su familia y en un mercadillo de Lugo había comprado el molinillo, que tenía rota la manivela, pero le dio igual, le gustó tanto que se lo compró como objeto de adorno y desde entonces ahí estaba, decorando la pared del comedor.

Le conté mi historia con el molinillo. Ninguna de las dos tuvo duda de que era el que yo tanto había buscado. La buena mujer no lo dudó un instante. Lo descolgó de la pared y me lo entregó, no sin antes advertirme que tuviera cuidado con la manivela rota. Se lo quise pagar y se negó. Ni por activa ni por pasiva fui capaz de hacer que aceptara más dinero que el que nos cobró por la comida. Así que Almudena y yo salimos aquella tarde y le compramos multitud de cosas que ella, por ser cubana, nunca se podría comprar.

Hace dos semanas inauguramos la herboristería. El molinillo, al que he reparado la manivela y funciona perfectamente, preside la estancia colgado de una pared. Además ha dado nombre a la tienda. Herboristería “El Molinillo azul”. Vendemos toda la clase de tisanas… ah, y café recién molido. No se lo pierdan.


 

 

 

                                                       Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

La maldad - Marian Muñoz

                                               Resultado de imagen de chico con spray

 

No tengo muy claro el inicio ni fui consciente del cambio, lo que sé es a quien se lo debo y todo por un afán avaricioso de hacer caja. Aurora mi editora, en uno de esos días en que nos reunimos en torno a un chocolate bien calentito y unos churros del Eva. Las ventas iban muy bien, es más, en aquellas navidades tuvieron que reeditar muchas obras al demandarlas en librerías y grandes superficies. Si nos iba bien ¿por qué? Siempre ha sentido la necesidad de hacer competencia a editoriales importantes, de demostrarles que a pesar de ser pequeña tiene buen ojo para sus escritores.

Lo recuerdo como si fuera hoy: “Mira Leni tienes copado el mercado de cuentos infantiles y de aventuras para niños, incluso los peque libros para bebés se están vendiendo como esto (dijo cogiendo un churro), ahora piensa que esos niños y niñas crecen, se convierten en adolescentes que deben seguir leyendo, y lo que demandan nuestros adolescentes es algo con colores más fuertes, quieren sangre, muertos, robots asesinos y zombis que pueblan la tierra, quieren acción y violencia, tú tienes que darles eso que demandan, debes crear un mozín o una mozina que sean los héroes de tus aventuras, que salgan siempre airosos a base de golpear y matar, con un poco de sexo por supuesto”. Vamos a ver Auro – le respondí- ¿tú ves como voy vestida? Mis colores son el rosa chicle, azul cielo, blanco nube, soy así y pedirme agresividad en mis historias ni me gusta ni me siento capaz, soy muy flower power la empatía y la buena educación son mi estándar, por eso tengo éxito, por eso padres, madres y abuelos de esos niños regalan mis cuentos.

Continuó insistiendo mediante llamadas, mails y whatsaps, empecé a sentirme presionada comenzando a darle vueltas en mi cabeza a un personaje sanguinario. Escribo basándome en vivencias o reflejos de mi entorno, quizás un poco almibarada pero los colores en mi vida siempre han sido los cálidos y claros, suaves y aterciopelados, ponerme a estas alturas a pensar en granates, negros, morados o marrones me superaba. Como siempre que no sé cómo seguir una historia busco en internet, bucee en páginas truculentas que daban pavor, noticias escabrosas de periódicos o programas con tintes amarillos donde unos y otros se apuñalan por la espalda. No me salía nada, tantos años pensando en rosa me hacían ser reacia no sólo a los cambios sino a mutar de colores. La maldad no era lo mío y mucho menos quería inculcarlo a mis niños, esos que han crecido leyendo desde pequeños a Pipo y a Reina mis hijos de papel.

Discurría cómo salir del atolladero cuando surgió la pandemia, nos encerraron en casa e iniciamos un viaje a la locura más terrible de la enfermedad, el aislamiento. Las noticias no paraban de dar incontables cifras con diferentes variantes, siglas a las que antes hubiéramos dado otro significado, personajes que copaban nuestras pantallas del televisor diariamente, políticos que improvisaban continuamente la organización de nuestras vidas, algo inaudito para un siglo XXI, tanto cambio, tanta orden mal dada y tanto daño sufrido llevó a imperar la maldad. Las películas de antaño, los programas de risa o los concursos de cocina o baile dejaron de interesar, la cuota de pantalla estaba en debates sobre lo mal que se había hecho y lo que se debería hacer, pseudo profesionales llenaban audiencias con opiniones contrarias y ni se sonrojaban porque llenaban sus faltriqueras. La maldad comenzó a surgir como la lava de un volcán, primero leventemente fisgando a vecinos y dudando de sus intenciones, luego increpando desde ventanas y balcones a quienes osaban saltarse las normas, y por último la desbandada al pensar que todo era un cuento para tenernos encerrados y no pasaba nada por confraternizar.

Vivo en un ático acompañada de tres caniches y cuatro abuelillas, sólo una es la mía, suponerse en peligro por un virus las tenía amedrentadas, cambiaron de ser dicharacheras a estar mustias y ausentes, procuraba entretenerlas con dibujos animados o programas de viajes, pero en cuanto me daba la vuelta cambiaban de canal escuchando terribles cifras y malos augurios. Y me dio como a todos la neura ejecutora, criticando y deseando lo peor a quien presenciaba saltándose las ordenes. No permitía que nadie entrara en casa ni siquiera el amable tendero que nos traía siempre los pedidos, desinfectaba todo cuanto venía de fuera, incluso mis zapatos, mi bolso o mi ropa, e inicié mi obsesión. Vivo en el barrio desde pequeña y más o menos nos conocemos todos, he sido testigo de cómo se llevaban de madrugada en ambulancia a muchos vecinos, en silencio para no crear alarma, personas que si lograban regresar lo hacían con gran jolgorio por parte de los demás al sentir que al coronavirus también se le puede vencer, pero del resto sólo leía una esquela en la página web de la funeraria sin siquiera poder reconfortar personalmente a su familia. Todo ese caos originó miseria, hambre, frío y desesperación en muchas casas e hizo que la maldad rugiera con más fuerza.

Rabia, intransigencia, egoísmo, envidia e ira, sobre todo ésta última fue haciéndose hueco en mi corazón y torné en agresiva, criticona y chillona, mis pobres abuelillas estaban doblemente temerosas, por mí y por el maldito virus. Me asusté a mi misma cuando desde la terraza increpé a un grupo de jóvenes sin mascarilla que compartían risas y bebidas, no podían oírme al hacerlo desde un octavo piso, pero la maldad corrió como la pólvora apoderándose de mí y comencé a escribir. A través de mi personaje Yano, recriminé, maté, robé e hice autenticas barbaridades impartiendo justicia por el bien de la humanidad a todos esos que ponían en peligro a nuestros mayores, a nuestra sociedad del bienestar y no iban a poder irse de rositas para repetirlo cuando se les antojara. Las sanciones administrativas no valían para cambiar actitudes ni los enfrentamientos agresivos a la policía. Yano armado con un spray inoculaba un gas dejándoles inmóviles en el suelo oyendo y sintiendo todo pero sin poder hablar ni moverse, tardaban horas en recuperarse y los que reincidieran o no aprendieran de la experiencia serían inyectados con una buena dosis de morfina para su extinción. No fui sutil en mis historias, al contrario intenté crear crueldad y violencia para justificar ejecuciones. Cuanto más escribía más liberaba mi espíritu del agobio de vivir bajo una pandemia.

Poco a poco retomé mi personalidad original aunque la liberación al escribir me había servido para algo, tenía dos novelas que gustaron a mi editora quien aprovechando la coyuntura publicó. No hubo presentación ni propaganda en los medios, tan sólo una breve nota en instagram que se transmitió como el virus convirtiendo los libros en superventas del momento. En casa logré coordinar el ying y el yang, pero desgraciadamente mis queridas compañeras de piso iniciaron un lento viaje hacia la muerte al dejar de interesarse por lo que ocurría deseando evitar el sufrimiento aterrador de un futuro incierto, se fueron apagando poco a poco y una tras otra en apenas medio año me dejaron triste y sola con mis caniches. La pandemia aún sigue, nos vuelven a encerrar perimetralmente y la cepa que tenemos encima viene de la pérfida Albión, desafortunadamente un gracioso se dedica a recrear mi personaje y asesina a quien ve que se salta a la torera las más mínimas normas de convivencia en pandemia, por suerte no me han denunciado como incitadora pero han retirado todos los ejemplares en los que sale Yano el justiciero. Como nuestros jóvenes son tan espabilados se pasan unos a otros la versión digital y en todo el país están surgiendo imitadores. Sigo culpabilizando a mi editora, la maldad sólo acarrea maldad y nunca será buena compañera de camino.


 

                                                  Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Queridos Reyes Magos - Esperanza Tirado

                                               Resultado de imagen de escribiendo a los reyes magos


Queridos Reyes Magos:

No sé si alguna vez os llegué a enviar las cartas que cada año escribía religiosamente en mi libreta de rayas o en un bonito folio con dibujos navideños que me traían mis padres de no sé dónde y encontraba ilusionada al volver del cole. A veces me salía o tachaba algún juguete, porque pensaba que eran demasiados. Y luego los que quería nunca venían.

Efectivamente, ahora lo recuerdo. Nunca os llegué a enviar mi carta. Me daba vergüenza enviar algo con tanto tachón. No quedaba bonito que sus Majestades leyeran mis deseos entre borrones y alguna falta de ortografía.

Así que era complicado averiguar lo que quería una niña a la que le gustaba mucho leer. Libros, claro. Pero antes de aprender lo que eran las letras imagino que querría muchas otras cosas.

Bueno, quizá no, que entonces no había el bombardeo publicitario que hay ahora. Que casi hasta hueles los aromas de las colonias de tan repetidos que salen los anuncios...

Quise una bici. Roja, grande, una BH. La tuve. Y me caí con ella tantas veces... Pero conseguí aprender a montar. Y la disfruté. Vaya que sí.

Quise el barco pirata de los clicks de Playmobil. Ese nunca vino. Tal vez naufragó entrando al puerto y algún papá lo rescató para su hijo. Claro, como yo era niña, a nosotras Sus Majestades nos dejaban muñecas, cocinitas y esas cosas.

En fin, que a pesar de no haber mandado nunca ‘la carta’, año tras año me trajeron de todo. Hasta carbón, como aviso. Primero y último. Después me porté ‘supersuperbien’, o eso creo.

Y crecí y en vez de cartas pedía en voz alta, por si a Sus Majestades les llegaba algún soplo. El aire debía confundir el mensaje porque lo que venía tampoco era lo que había pedido. Pero fui afortunada, siempre cayó algo.

Y me hacía ilusión ver las cabalgatas y de paso recoger algún caramelo. Dependiendo de dónde me tocara, a veces cogía y a veces un par de míseros carameluchis que iban a parar a las manos de algún crío con ojos ilusionados. Si total, a mí los caramelos no me gustaban. Era el ambiente que se respiraba, soñar con ser niña de nuevo. Pero la inocencia se fue perdiendo…

Este año, la de los adultos a pasos agigantados. Y ni siquiera los niños podrán disfrutar, aclamarles, a ustedes, Sus Majestades, reclamando sus caramelos, sus juguetes ni recogiendo serpentinas sucias por el suelo.

Y todo por culpa del bicho. Es una pena todo el mal que ha hecho. Ojalá fueran ustedes tan Magos como para poder traernos el remedio. Viniendo de Oriente alguna noticia les habrá llegado por el camino. Espero que tengan alguna teoría que funcione en forma de vacuna o pastilla, o incluso jarabe de esos que sabían amargos cuando éramos niños, y se la dejen a la puerta de algún hospital. Los médicos y todo el personal sanitario, que no son magos, pero en estos tiempos casi lo parecen, la repartirían encantados en Su Nombre.

Y todos nos acordaríamos de estas Navidades para bien. Porque, la verdad, no han sido unas Navidades muy normales. Mucha gente no ha podido viajar para estar con sus familias. Así que lo de celebrar se quedó en una videollamada con restos de turrón y copas de cava vacías, en una mesa adornada con un mantel que quizá reconocían de años atrás.

Todos hemos intentado portarnos bien, obedecer cuando nos decían que teníamos que ponernos la mascarilla, que era remedio santo, salir lo imprescindible, no meternos en sitios cerrados con demasiada gente, viajar con la imaginación leyendo relatos o escuchando música. Y aplaudir. Pero el eco de esos aplausos se disolvió demasiado pronto. Y su significado se perdió, quizá haciendo balconing resbaló y cayó en algún charco de agua sucia.

Queridos Reyes, les pediría que llenaran sus paquetes de regalos como sensatez, empatía, serenidad, humor, compromiso… Que con eso no se juega. Pero quizá, con un gran lazo bonito adornando, sirviera de algo a quienes les tiene que servir.

Así tal vez el año que viene pudieran Ustedes volver a desfilar por nuestras calles abarrotadas de niños y grandes, entre luces e ilusión.

La misma que me hace escribirles ahora, taitantos años después. Deseándoles una buena travesía por el desierto.

Si van con el camello cojito, descansen en cada oasis que encuentren. Que la tranquilidad y la seguridad son bienes muy preciados. Lo entenderán Ustedes cuando lleguen a estas tierras. Las luces de las calles tal vez les den la sensación de que todo está como antes. Pero ya nada es como antes. Ni las miradas de los niños lo son. Detrás de las mascarillas se esconden muchas dudas, miedos, preguntas y tantos por qués que obedecieron a la primera sin rechistar,… tanto en ellos como en los mayores. Que no tenemos las respuestas que deberían tranquilizarles. A ellos y a nosotros. Ni una mentira piadosa, siquiera.

Eso es lo que les pido a Vuestras Majestades. No que echen el tiempo atrás con una máquina imposible de construir, y que solo existe en la imaginación de algún escritor incomprendido.

Como siempre, con las prisas del día a día, se me olvidó echar la carta antes de la Noche Mágica.

Pero más vale tarde que nunca, dice un refrán.

Y esta vez, sin tachones ni faltas de ortografía.

 

 

 

                                                        Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Sorpresas nos da la vida - Marga Pérez

                                            Resultado de imagen de  prótesis

 



Si la vida es una gran sorpresa podemos entender que la muerte también lo sea. Sabemos que no siempre la muerte nos avisa, ni nos coge prevenidos, ni preparados, ni dispuestos, ni sabiendo con qué nos vamos a encontrar después de ella. Aunque sepamos que es la muerte lo que a todos nos va a llegar, no deja de ser para todos una macabra sorpresa.

Si esto es la muerte para todos para Rodrigo la sorpresa se encuentra en cada cadáver que pasa por sus manos. Cada cadáver le sorprende con un número de prótesis desconocido para el antes de entrar en el horno. Más de uno le dejó con la boca abierta . Parecía RoboCop en vez de un cadáver humano. ¡Qué manera de engañar!Porque Rodrigo es traficante. Si, con las prótesis de los cadáveres que pasan por el horno de incineración del tanatorio en el que trabaja desde hace más de una década.

Rodrigo no siempre se ha dedicado a esta actividad tan poco convencional. No hace mucho estaba ilusionado con la arquitectura, y antes, con la música. Llegó a pensar en trabajar en una orquesta tocando la flauta. No dio la talla. Tampoco con la arquitectura, fue cuando su novia le propuso trabajar en el tanatorio que su padre y su socio estaban a punto de abrir. Empezó pensando que seria algo provisional. Sólo hasta que apareciese algo mejor... El tiempo pasaba sin que apareciese ese puesto para el que creía que había nacido y tras varios años esperándolo no dejaba de ser un simple empleado mileurista .

Su novia parecía que había perdido la ilusión de la boda. En vez de hablarle de trajes blancos, luna de miel y tarta nupcial solía preocuparle los intríngulis de su trabajo. Las prótesis . El estado en que quedaban los residuos tras la incineración. Qué se hacía con ellos…

Rodrigo empezó también a interesarse por esos residuos . Vio prótesis dentarias, de rodilla, cadera, tobillo, hombro, tornillos, dientes de oro, placas metálicas… Vio también cómo un chatarrero pasaba a recogerlos de cuando en cuando. Habló con su futuro suegro y le allanó el terreno para que empezase a ilusionarse con un posible negocio que le rondaba.

Encontró , casi sin buscarlo, un fabricante tan interesado en comprar esos residuos como el en venderlos y sin más se apropió de ellos. El tanatorio hacía la vista gorda con el y el la hacía con su comprador. Se engañaba pensando que los metales pasaban por el proceso de transformación habitual, aunque no constaba en el contrato de palabra que habían pactado. Le pagaban bien y le bastaba. Negocio redondo.

Si un cadáver era una sorpresa por los tesoros que escondía en su interior, cada día la sorpresa era más productiva. Llegaron cadáveres con más de seis prótesis. Ya era raro encontrarse con uno que no tuviese ninguna. El negocio subía como la espuma. Rodrigo pasó de mileurista a potentado. Cambió de coche. Vistió de marca. Se compró un piso. Manejaba pasta y todos lo sabían.

Varios años consolidando la tendencia al alza de su negocio, renovaron la esperanza de Rodrigo de pasar por el altar. Su novia ya hablaba de vestidos blancos, luna de miel, tarta nupcial y dormitorio para el bebé que estaba en camino. No había sido un desliz. Rodrigo estaba convencido de que ella le quería y el niño había llegado, fruto de su amor, en el mejor de los momentos, pero… algo iba a estropearlo.

A Rodrigo le llamó la atención que un coche de la Guardia Civil estuviese allí aparcado cada día .Que varios hombres estuviesen haciendo preguntas a empleados . Que cuando el aparecía la conversación entre ellos cambiaba. Que algunos le miraban de otra forma. Que algo se mascaba en el ambiente… pero fue una gran sorpresa para él cuando le pusieron las esposas. No se lo esperaba. La Operación Ornitorrinco impidió que Rodrigo llegase al altar, como tenía planeado.

Desde hacía más de un año estaban en el punto de mira de la Guardia Civil. Como resultado de la investigación cayó Rodrigo por contrabando de residuos funerarios. Cayó el comprador por receptor de residuos funerarios ilegales. Cayó el industrial por reutilización de material quirúrgico de segunda mano como si fuera nuevo. Cayó el padre de su novia por fraude en seguros de decesos y cayeron varios médicos que participaban en esos seguros implantando prótesis a sus asegurados sin tener necesidad de las mismas.

La Operación Ornitorrinco fue la mayor sorpresa con la que se encontró Rodrigo en su vida. Al menos eso pensaba cada día dando vueltas en su celda sin saber bien qué era lo que había sucedido.

Ver a su novia en los ecos de sociedad del Hola casándose con el socio de su padre ya no le sorprendió tanto. Desde que estalló el ornitorrinco, ella pasó de él. Tampoco le había pedido que reconociera el hijo que había tenido.

El hijo que Rodrigo pensaba que era suyo, con los años se fue pareciendo al marido de su novia ¡Qué casualidad! Eran como dos gotas de agua. Todo encajaba.

                                                 

 

 

                                                           Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Mejillones - Marian Muñoz

                                          Resultado de imagen de mejillones




Que espesa siento mi mente, estoy totalmente abotargado por culpa de esas pastillas que me están dejando cao. Mientras esté Rubén vigilando la sala no las puedo escupir, pero con las chicas es otra cosa, se ponen a hablar y no se fijan siquiera en que las echo fuera y se las paso a Miguel, quien a pesar de estar chupadas no le dan asco y se las traga, dice que entre las suyas y las mías se coloca y logra evadirse de este encierro por unas horas. Su efecto es tan fuerte que no puedo siquiera girar la cabeza para mirar alrededor, siempre de frente, tienen que ayudar a sentarme pues mis piernas quedan tan relajadas que olvidan obedecerme, verdaderamente no me quejo al haber elegido esta situación, pero hace tanto que estoy aquí que he dejado de contar los días y muchos menos las semanas, así que los meses están pasando sin enterarme.

Hoy debe ser miércoles porque Cristina viene a buscarme para ir a terapia. Me agarra del brazo y me lleva despacito hasta el despacho del doctor Cerro, donde me coloca delante del sillón y me dejo caer como un fardo debido a que mis músculos no consiguen sostener mi cuerpo. Menos mal que el asiento tiene un respaldo alto soportando mi cabeza en tal postura que miro de frente al doctor. Un hombre relativamente joven, canoso, de anteojos metálicos vistiendo una bata blanca en cuyo bolsillo superior izquierdo tiene bordado su nombre. He dejado de contar las veces que nos hemos visto pero han sido tantas que me sé de memoria como va a discurrir la sesión. Primero me enseñará unas fotos y tendré que decir qué palabras me sugieren, siempre son las mismas tanto las fotos como mis respuestas, hoy por primera vez me parece un juego estúpido pero si quiero salir de aquí algún día he de hacer lo que se espera de mí. Luego me enseñará unas cartulinas con números bien grandes que he de reconocer, nunca le respondo con el correcto y él se desespera. Más tarde dirá seis palabras, cada sesión son diferentes pero le respondo con las mismas seis cada semana, es divertido porque en sus ojos noto como se angustia y no entiende el motivo de que mi terapia no funcione.

Primera foto un jarrón o dos caras: “jarrón”.

Segunda foto un borrón negro en mitad de una cartulina blanca: “sangre”.

Tercera foto un cielo azul claro con nubes muy blancas: “paja”. Cuarta foto un colibrí en vuelo ante una flor: “libertad”.

Guarda las fotos en su carpeta y seguido me enseña los números como si tuviera prisa sabiendo de antemano el resultado de la sesión.

Tres: “siete”.

Cinco: “ocho”.

Cuatro: “dos”.

Cero:”uno”.

Interiormente me siento bien al engañarle, mi cara no refleja ninguna expresión al estar atontado por la medicación, a pesar de ello observo en sus ojos decepción y contrariedad confiando en que decida bajarme las dosis. Estoy expectante por escuchar las palabras de esta semana, siempre me sorprende y me resulta difícil no responder correctamente.


Arquitectura: “letrina”.

Ornitorrinco: “boñiga”.

Horno: “cagarruta”.

Cadáver: “escoba”.

Flauta: “pirulí”.

Contrabando: Repentinamente comienzo a pensar, en mi cabeza empieza a sonar la palabra contrabando, recuerdo imágenes de una nave, recuerdo el frío en ella. Contrabando, contrabando, claro que me suena, me veo subido a una carretilla elevadora, veo como engancho un palé.


Contrabando, repite el doctor algo impaciente: Encima del palé hay un contenedor de obra muy grande que está hasta arriba de mejillones. Al engancharlo giro con destreza y conduzco a máxima velocidad fuera de la nave, fuera del recinto. ¡Sí, estoy por fin recordando!

Contrabando, vuelve a decir perdiendo un poco la compostura: Me veo circulando por la carretera sin apenas visión de la misma que me tapa el contenedor y girando con gran pericia me abro paso en el campamento cercano de migrantes. Todos me miran incrédulos tanto por la velocidad a la que voy, por la carga que llevo y porque tras de mí casi me dan alcance cuatro coches patrulla de policía con las sirenas rugiendo. Deposito el palé en el suelo y al ver tan preciado alimento los refugiados corren a sus tiendas a por ollas o cuencos con los que llevarse tan jugoso manjar. Eran gallegos de gran tamaño y aún estaban frescos. No iba a permitir que se pusieran malos cuando tan cerca había personas mal comiendo y pasando hambre. Cuando por fin llegaron los policías la muchedumbre se había abalanzado de tal manera que apenas quedaban unos pocos kilos de moluscos. Me tiraron al suelo, me esposaron y me llevaron a comisaría.

Contrabando, contrabando, repite impaciente el doctor: recuerdo que en el interrogatorio me revelaron el mayor problema de mi acto, los mejillones incautados y en buen estado iban destinados a una fiesta del señor gobernador, y al no disponer de los mismos tuvo que apresuradamente comprarlos a precio de mercado sin tener la misma calidad. No sólo la ley caería sobre mí sino la furia de las instituciones políticas. El policía que me trasladó a la sala antes de sentarme me susurró al oído “hazte el loco, la cárcel es peor que el manicomio”.


¡Contrabando! gritó: “zurullo” respondí como en cada sesión. Aquí dentro no se está tan mal, me dan cuatro comidas al día, me lavan la ropa y me permiten pasear por el jardín. No comparto habitación debido a las restricciones del covid-19, dentro estamos todos a salvo de infectarnos al vivir los empleados con nosotros durante seis meses. Cada vez que nos hacen las PCR damos negativos, estamos más seguros que en la calle, por eso seguiré haciendo el paripé todas las semanas.

Lo malo es que con tanta medicación a veces me olvido de quien soy o el motivo por el que estoy aquí.

 

 

                                                           Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Rezando - Cristina Muñiz Martín

                                       1180993120



Hugo paseaba ante la estantería de las vacunas observando los títulos: Todo sobre la APW40; Eficacia y efectos secundarios de la JAITER; Cómo se gestó la YBD18; Opiniones sobre la ROSLAD…

Los ojos de Hugo viajaban de izquierda a derecha y de arriba abajo, sin saber por dónde empezar. Había ido a la biblioteca a instancias de su padre, persona de riesgo que delegó en él la decisión de elegir qué vacuna era la más adecuada. “Estudias medicina así que eres el más indicado”, le había dicho cuando intentó disculparse para no asumir tal responsabilidad.

Hugo sabía que sus padres se estaban sacrificando mucho para pagarle la carrera y los numerosos cursillos que acrecentarían su currículum cuando tuviera el título en la mano. Esperaban mucho de él y creían que los dos años de medicina que había cursado con buena nota lo habían convertido en un sabelotodo de la medicina. Siempre le consultaban cuándo tenían el más mínimo síntoma, aunque se tratara de un resfriado y le hacían usar el fonendo que le regalaron con tanta ilusión las anteriores Navidades. Él los auscultaba con atención, temiendo no saber encontrar algo que después se revelara como peligroso; les tomaba el pulso; les miraba el fondo de los ojos… y sus padres acababan embelesados, ellos que no habían ido más allá de los estudios elementales, con un hijo médico, un sueño.

Tres horas después, desesperado por la cantidad de libros, tesis doctorales y documentos varios sobre las distintas vacunas con opiniones dispares de los que se suponía eminencias médicas, científicas, epidemiológicas, virológicas… Hugo cerró los ojos, dio una vuelta sobre sí mismo, camino unos pasos a la izquierda y otros a la derecha y eligió un libro al azar. Estudios sobre la AZGORH17. También era mala suerte, era uno de los tomos más gruesos. Pensó en repetir la operación pero sería como hacerse trampas a sí mismo. Cogió el libro bajo el brazo y se dispuso a pasar el fin de semana encerrado en su cuarto para desentrañar todos los secretos de la vacuna que utilizarían él y su familia. El lunes, con la inseguridad prendida en cada resquicio de su cuerpo, Hugo recibió el pinchazo. Tras él, sus padres. Empezó rezar, algo que no había hecho desde la Primera Comunión. Pero ante los discursos agobiantes e incoherentes de políticos y expertos, esperaba que al menos Dios lo tuviera claro.

 

 

 

 

                                                       Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Amarre maestro - Dori Terán

                                           Resultado de imagen de meditando en la alfombra

 

  La hora vespertina era su favorita. Allá en las últimas horas del día, aquellas que en la estación del invierno cedían su luz a la noche, le hacían sentir el cansancio de la actividad diaria. Era dulce, era una sensación de relajo adquirido al quemar la energía explosiva con la que despertaba cada mañana. Y Gloria se entregaba por completo a su persona, a su ser, a su yo. Un baño espumoso y salado envolvía su cuerpo mientras la música suave le transportaba a evocar sueños lúcidos con los que se protegía de lo que parecía cruda realidad. Fueron las notas agudas de la flauta que sonaba en la pieza las que le devolvieron a este mundo. Con sumo cuidado posó los pies en la alfombra del baño, no era la primera vez que por falta de atención en el movimiento, besaba el suelo con un golpe estrepitoso. Mucho se había reído su compañera María de ella con el suceso y la cara hinchada y amoratada que hubo de lucir durante días. Entre carcajada y chanza le recordaba lo exigente que había sido con la arquitectura de la casa al diseñarla y como había pasado por alto el peligro que suponía aquel insigne escalón para entrar y salir a la bañera. La toalla recogiendo la humedad de su torso era un mimo en la piel y el albornoz de tacto aterciopelado una caricia tierna. Encendió el horno con el pez dentro y se sirvió una copa de vino. No entraba en sus planes cotidianos de agasajo personal la ingesta de alcohol. Solía dedicar un tiempo a la meditación. Con los ojos cerrados se conectaba con su interior y en el silencio de su mente, alcanzaba la unión con el Todo. Esta práctica le regalaba tanta paz y entendimiento que la comprensión de la vida y de todo cuanto en ella ocurre le permitía amarla. Pero hoy no, no era capaz de alcanzar ese preestado favorable al encuentro consigo misma. Tenía mucho que pensar Hubo de tomar una opción difícil en su trabajo. Una prueba de la calidad de su amor universal. Allí, en la cama de exploración, la enfermera le había pasado una paciente especial. Especial sí, especial. Se llamaba Laura y todo en ella era singular a los ojos de la doctora. Antes, mucho antes de que Laura apareciese por el hospital ya formaba parte de las pesadillas de su vida. Laura se dedicaba al contrabando de pasiones y estafas. Los avatares de la vida habían puesto en contacto a Laura con el doctor Andrés, el amor de Gloria. Media vida juntos compartiendo alegrías y penas, hijos y economía, amigos, casa y bienes…toda la amalgama de experiencias y vivencias que componen y definen la existencia en nuestro sistema. El amor se había convertido en apego, en necesidad, en dependencia y en los momentos donde se estaban planteando la búsqueda de ayuda para volver al amor desde la libertad, apareció Laura y su tráfico de rituales . Se encaprichó de Andrés y se puso manos a la obra. Amarre es el nombre del trabajo. Gloria supo muchos años después, cuando lloraba la pérdida y el desprecio de Andrés que estos trabajos existen de verdad. La energía que forma y conforma nuestro cuerpo etérico puede ser manipulada para bien o para mal. Para sanarnos o para adueñarse de nuestra voluntad cuando vivimos ausentes de nosotros mismos, de conocernos, de cuidarnos. Y Andrés estaba ofuscado, desequilibrado, angustiado e inquieto en los problemas de relación con Gloria. Al hombre le pareció que Laura le ofrecía un mundo nuevo repleto de la felicidad que le faltaba y que nunca comprendería ni podría darle su cónyuge Y se fue. Sin explicación, con desprecio y atraído como un hierrecito pequeño por un gran imán. Y el mundo se tambaleó y Gloria que no consiguió suicidarse pasó por la vida como un cadáver andante. El camino le dio muchas herramientas no solo para resucitar sino también para comprender, para sanar, para liberarse del dolor, del apego, de la necesidad. Y construyó otra senda para el viaje. Y la gratitud, la alegría, la serenidad, la libertad, el respeto y muchos otros atributos del amor la acompañaron. Y hoy fue la prueba de fuego. Estaba obligada a atender a Laura pero le inquietaba cual iba a ser su actitud al hacerlo. ¿Desde la obligación rencorosa? ¿Tal vez desde la ocasión vengativa? No. El amor cuando se cuida también es adictivo. Miró a Laura, una Laura deteriorada y enferma, una Laura que se había destruido por adicciones tóxicas y había acabado con el cuitado Andrés y solo sintió una pena inmensa ante aquella criatura que había olvidado toda la grandeza y divinidad que se cobija en el alma humana, todo el poder de felicidad. Tomó su mano y le dijo.-“Siento que estés tan mal. Vamos a buscar la ayuda que necesitas, yo me voy a encargar, te lo debo. Cuando yo vivía dormida y despistada, viniste a sacudir todo mi mundo y entre maldiciones y llantos descubrí quien soy y donde quiero ir. Yo nunca hubiera encontrado la luz sino me hubieses traído tu oscuridad. Es hora de que conozcas la luz” Laura sin fuerza cerró los ojos y se dejó llevar. Gloria sonrió al repasar la historia, apuró la copa de vino y lo mismo que el ornitorrinco australiano que tiene costumbres vitales nocturnas, ella se fue rauda a cargar su vitalidad sentándose en la alfombra de meditar mientras vaciaba su pensamiento de cualquier historia.



 

                                                        Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

Las complicaciones de la vida - Esperanza Tirado

                                         Resultado de imagen de fajos de billetes en la playa




Pensaba que, por fin, mi suerte había cambiado, que mi vida había dejado de ser complicada. Que la flauta había sonado. Y afinada. Y no por casualidad.

Que lo de encontrarme el millón de euros escondido en las dunas de la playa era una señal. Bueno, lo del cadáver era otra señal. Más clara. Más olorosa también. Pero eso lo dejé como estaba. Entre moscas y otros bichos, que se estaban dando un festín de muerte.

Fui cuidadoso y me llevé el dinero, dejando al fulano descansar en paz.

Ya avisaría a la policía cuando tuviera las manos libres.

Que sí, que ya, que en momentos así la ética y la moral se deshacían como un azucarillo en el café. Que el dinero era obviamente procedente del contrabando. De tabaco, de los bolsos de piel, de las camisetas de marca, de la droga o del champán peruano. O vete a saber. Pero ahí estaba, delante de mí; como quien se encuentra un euro en la acera y lo recoge y se queda más pancho que ancho. Pues igual, pero en billetes. Montones de ellos. Los paseos para hacer ejercicio al aire daban su fruto.

La Lotería de Navidad se adelantaba este año. Para todos en mi familia.

Guardé los fajos de billetes en la caja de herramientas del coche. Y arranqué, pensando en qué podría comprarles a mis niños y a mi mujer estos Reyes.

Era complicado. La niña ya sospechaba.

Que cómo iban a venir si el virus lo infectaba todo.’

Que si nosotros no vamos a casa de la abuela, que ya es mayor. Pues ellos tres lo son más.’

Y su hermano, aún pequeño pero muy vivo para estas cosas, se unía a la fiesta de ‘pregunta a tu padre, que él ya saldrá por peteneras’.

Es que a lo mejor les presta Papá Noel un reno a cada uno. Y como los renos vuelan, pues vienen más rápido que el bicho ¿A que sí?’

El horno no estaba para bollos y mi cerebro parecía el de Homer Simpson intentando solucionar algún problema de manera coherente. Cosa imposible.

Y nadie me podía echar un cable. Mi mujer, más ducha en estos temas, tenía doble turno en el estudio de arquitectura en el que trabajaba. Por fin la habían llamado. Después de aquella crisis económica horrorosa dijo que se dedicaría a criar a los niños. Y ambos estuvimos de acuerdo. Con mi sueldo en la gestoría familiar íbamos tirando.

Después, crecieron. Y a ella la casa se le quedó pequeña. Y con unos pocos ahorros, montó un estudio de decoración e interiorismo con una colega. Y hacían sus cositas y sus encargos aquí y allá. Les iba bien. Tenían una cartera de clientes ricos, superricos, de esos que tienen tanto que lo gastan sin medida.

Por entonces se pusieron de moda las decoraciones de animales en las paredes. Fuera papel pintado, bienvenidas extravagancias varias. Así que ellas metieron cabeza. Nunca mejor dicho. De caballos de colorido algodón ecológico. De elefantes de boatiné, de todos los tamaños, con la trompa hacia arriba, por supuesto, ornitorrincos de plexiglás, búhos de ojos enormes de cristales de Swarovski… En fin, decoración animalista y nada minimalista para gente de muchos posibles.

Que, de pronto, con la pandemia se esfumó.

Y mi mujer volvió a casa. A hacer de madre, a explicarles a nuestros hijos lo complicada que era la vida en estos tiempos. Que lo de compartir con sus amigos y jugar con otros niños era algo que ya no podía ser. Que ahora había otras normas. Que sus preguntas no podríamos responderlas ni nosotros.

Ellos lo entendieron. O eso creí yo. En ese momento más atento a los vaivenes de la gestoría que a responder por qué, por qué, por qué

Pero en cuanto ella pudo retomó su carrera en un estudio de arquitectura que empezaba. Nada extraño; reformas de hogares para hacerlos más hogareños en estos tiempos.

Como lo del teletrabajo no iba con ella me tocó a mí la china doble. La de trabajar en casa manteniendo a flote la gestoría y la de lidiar con el grave problema de la curiosidad infantil de mis hijos. Que parecía no tener límites. Mi cerebro, como el de Homer, se reducía cada vez más.

Y aquí estoy, dándome un respiro playero ante tantas preguntas sin respuesta conocida, posible o medianamente aceptable por esas pequeñas mentes incansables y malévolas.

Conduciendo de vuelta camino de casa. Con un millón de euros en el maletero.

Pensando en que la vida sigue siendo complicada y en cómo explicárselo a mi mujer. Y sobre todo en cómo decirles a mis niños que, al final, los Reyes Magos, como Magos que son, pudieron con el bicho. Y sus regalos aparecieron un año más alrededor del árbol. Que aún no hemos plantado en el salón. Pero que habrá que ponerse a ello. Qué pereza me da lo de sacar cajas del altillo y desenredar cables con lucecitas…

Quizá si diera la vuelta y devolviera el dinero, dejarlo al lado del muerto, entre las dunas, no tendría que dar tantas explicaciones.

Uy… Una patrulla de la Guardia Civil… Y van en dirección a la playa…

Bueno, ya pensaré algo camino de casa.

Qué complicada es la vida cuando tienes cuatro duros.


 

                                                     Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.