Allí estaba afanado en una tarea complicada. Mezclaba el barro con la pajitas, hierbas y guijarros que previamente había recolectado con esfuerzo y paciencia. En algún momento notaba que necesitaba más cantidad y se desplazaba sin dudarlo y con diligencia a la búsqueda. Aprovechaba el agua de la lluvia para obtener la preciada masa con la ligazón de todos los elementos. Otoño era la mejor estación para construir. Idas y venidas sin descanso durante todo el día y la inestimable colaboración de ella hasta terminar la edificación. Trabajo de equipo. Primero una base bien orientada y sobre ella levantaban una pared en semicírculo y por fin cerraban la bóveda, con una puerta en forma de ojiva en uno de sus lados. La ojiva se cerraba en espiral hacia adentro formando una cámara interior que invitaba al relax y a la vida confortable. Y no, no era la suerte del principiante la que le había permitido obra tan bella. Tampoco ninguna carrera ni master especializado en el tema. La sabiduría que los pájaros horneros llevan en su instinto había sido la maestra en la confección. Por algo le llaman el pájaro albañil. Después de alisar las paredes con el pico o con la ayuda de una pajita cuando el barro estaba aún fresco, la pareja tapizó la cámara interior, que es el verdadero nido, con plumas y hojitas Y en tan singular y artística vivienda incubaron sus huevos y educaron ambos a los polluelos bajo una cuidadosa vigilancia hasta su estado adulto e independiente. Y celebraron siempre el fin de la construcción demostrando su alegría con chillidos y cantos. Gratitud manifestada a la naturaleza y a la existencia por el cobijo logrado. El próximo otoño el trabajo comenzará de nuevo. El pájaro albañil cada año cambia de nido para lucir sus dotes de creador y artista.
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