El gato del enterrador (final) - Gloria Losada


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Me cuidé de que no me vieran y me aposté dentro de mi coche a la entrada del hospital con el fin de vigilar sus movimientos. No me hizo falta esperar demasiado. No sé cómo se las arreglaron, pero apenas unos minutos más tarde salieron en el mismo coche en que habían llegado, por la parte de atrás del hospital, donde estaba la entrada de urgencias, supuse que el muchacho accidentado también les acompañaría, aunque no fui capaz de verlo con claridad. Sin embargo me equivoqué, pues en cuanto vi desaparecer el vehículo me atreví a entrar en el hospital y preguntar por el estado del chico, a lo que una enfermera muy amable y con semblante preocupado me comunicó que nada habían podido hacer por su vida y que había fallecido en la ambulancia que lo llevó hasta allí.
Sorprendida por el cariz que habían tomado los acontecimientos, que nada tenían que ver con lo que yo imaginaba, regresé a mi casa sin parar de darle vueltas al asunto. Lo que acababa de ocurrir había sido una desgracia, pero una desgracia de lo más normal, como tantas que ocurren en la vida, no tenía nada de sobrenatural, aunque la presencia de Macario en todo aquello era un tanto sospechosa, por lo que decidí continuar con mis pesquisas.
Hablé con mi amiga Esther, le conté lo ocurrido y le propuse vigilar al enterrador entre las dos, no fuera a ser que se nos escapara algo, cosa que para mí era más que evidente. Accedió y establecimos turnos de vigilancia. Al día siguiente por la mañana se apostaría ella ante la casa del hombre y por la tarde sería yo la que observara sus movimientos.
Durante la mañana no ocurrió nada digno de consideración, más cuando empezaba a anochecer Macario salió de su casa, se metió en su coche y se puso en marcha con rumbo incierto. Agitado mi ánimo por la emoción, lo seguí de nuevo a una distancia prudencial. Para mi sorpresa estacionó el coche delante del edificio en el que vive mi amiga Esther, salió del vehículo y entró en el inmueble. No pasaron ni diez minutos cuando le vi salir de nuevo con una mujer de mediana edad, que enseguida identifiqué como la vecina muerta y resucitada de mi amiga. Se metieron en el coche y arrancaron de nuevo. Pronto me di cuenta de que se dirigían al cementerio y una oleada de adrenalina sacudió mi cuerpo al sospechar que estaba a punto de hacer un importante descubrimiento.
Cuando llegamos la oscuridad era absoluta, lo cual me vino más que bien para pasar desapercibida. Escondida entre las sombras de la noche me aposté cerca de la tapia del cementerio, lugar desde el que podía observar los movimientos de aquellos dos sin ser vista. Tal y como yo presumía se acercaron a una tumba ante la cual esperaba una pareja que reconocí como los padres del chico muerto el día anterior. Aquel hombre y Macario tomaron unas palas y comenzaron a sacar tierra todavía fresca de un pequeño montículo bajo el cual se adivinaba una tumba. No me cupo la menor duda de que estaban realizando la operación contraria a la previsiblemente efectuada unas horas antes: estaban desenterrando a un muerto, huelga decir su identidad.
Lo que vi después fue lo más absurdo del mundo. Desenterrado el féretro y sacado de su interior el cuerpo del chico, Macario tomó a su minino, que había estado todo el tiempo por allí dando brincos como un salvaje, y lo acercó al cuello de la vecina de mi amiga, cual si fuera un vampiro. A pesar de estar el siniestro grupo en una zona más o menos bien iluminada por la luz de una farola, no pude apreciar con claridad el fin último de aquella operación, pero sí lo intuí. La mujer soltó un grito de dolor, ante lo que no me cupo la menor duda de que aquel gato salvaje la había mordido. A continuación el enterrador acercó su gato al cuello del muerto y a los pocos segundos el muchacho se levantó como si nada. A pesar de que todo aquello formaba parte de mis conjeturas, no pude evitar sentir cierto malestar y más temor al confirmar que mis presagios eran ciertos. De pronto sentí unas desmesuradas ganas de huir de allí, pero algo, no sé qué, paralizaba mis músculos y me impedía moverme con soltura. En un momento dado Macario volvió su vista hacía donde yo estaba, como si intuyera mi presencia. Creí apreciar una sonrisa maliciosa en sus labios e incluso un destello de su ojo revuelto, y presa del terror por fin conseguí salir de allí, meterme en mi coche y escapar como una posesa.

Pasé los días siguientes inquieta y muy nerviosa. Mi amiga Esther insistía en que debíamos ir a la policía, pero finalmente logré convercerla de que no valdría de nada. Nadie nos creería semejante historia y lo más probable es que nos tomaran por locas. Tal vez, si con ocasión de otra muerte, lográramos que la fuerza pública fuera testigo directo de las fechorías del enterrador, lográramos acabar con aquella locura. Mientras, lo mejor sería esperar acontecimientos.
Al principio todo estaba tranquilo, más una tarde el gato del enterrador apareció por mi consulta, sólo, corriendo de un lado a otro, subiéndose por las estanterías y destrozando todo. Lo eché de allí como pude, y cuando me asomé a la ventana pude ver como el sinvergüenza del enterrador se alejaba con el gato en brazos. Estaba claro que pretendía asustarme, pero yo era más lista, o al menos eso pensaba. Unos días después el gato apareció de nuevo, pero esta vez estaba preparada. Le puse una inyección letal y lo incineré. Se terminó el gato. Cuando al pasar las horas Macario se dio cuenta de que su animal no iba a regresar se atrevió a llamar a mi puerta.
-¿No habrá visto usted a mi gato? - me preguntó intentando colarse en mi clínica, cosa que yo impedí.
-Pues lo siento pero no, no he visto a su gato. Se le habrá escapado por ahí.
Se marchó regalándome una mirada torva proveniente de su único ojo sano, mientras yo le obsequiaba con la mejor de mis sonrisas. A ver cómo se las arreglaba ahora sin el gato.
No sé como no me di cuenta de que una mente malvaba y perversa es poseedora de muchos más recursos que un cerebro normal como el mío. Macario ya no tenía a su gato para asustarme, pero conservaba su mayor tesoro, todas aquellas personas muertas pero vivas que deambulaban por la ciudad con sus movimientos lentos y torpes y su mirada vacía. Y comenzaron a venir por mi consulta de manera sospechosa. Primero fue el muchacho muerto en el andamio, después la vecina de Esther, luego la mujer del panadero, el dueño del bar, el director del instituto.... gente desconocida, gente que se acercaba a mí azuzada por el enterrador, gente que no sabía qué decirme, que apenas me hablaba, que simplemente se ponía a mi lado, en la calle, en la tienda, y que me atosigaba con sus andares tardos, con sus ojos vacuos, con sus sonrisas estúpidas....
Esta mañana he ido a la policía. Ya no me importaba si me iban a creer o no, simplemente la situación se estaba volviendo insostenible y necesitaba ayuda o me volvería loca. Cuando entré me dirigí a la primera mesa que encontré y le conté al hombre que estaba al otro lado toda la historia casi sin respirar. Por toda respuesta me sonrió como un bobo, alargó su mano lentamente hacía su bolígrafo y se puso a garabatear dibujos sin sentido en un trozo de papel. Presa del pánico comprendí que allí no tenía mucho qué hacer y huí sin saber a quién acudir. Por la calle la gente me sonreía, se acercaban a mi con pasos vacilantes mientras alargaban sus manos en un gesto angustioso. Quise gritar, pero de mi boca no salió ni el más mínimo sonido.
El corazón se me salía del pecho cuando conseguí despertar. Sentí alivio al darme cuenta de que todo había sido una horrible pesadilla. Cuando mi gato Cosme se acercó a la cama a darme los buenos días, no pude evitar mirarlo con otros ojos.






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