Para volver a meterse en el ataúd tuvo que quitarse los zapatos, pues se le habían quedado pequeños, quizá no eran los suyos. También dejó afuera la corbata, la que lució en su boda, sentía que le ahogaba desde entonces. Se recolocó brazos y piernas, descoyuntados desde que el terremoto sacudiera el cementerio y les despertara de su sueño eterno. Aún así le costó encajar la tapa. Ya se había desvelado para toda la eternidad.
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