Su nombre era Draco y desde luego que le acompañaba en todo su ser el significado del mismo. Draco quería decir dragón…y eso era él. Desde siempre vivió solitario en su cueva, una casona grande y lujosa donde atesoró todas sus pertenencias preciosas, joyas, oro, fortuna…la razón de su vida. Se deleitaba mirándolas y como el alado reptil mitológico, su existencia era un vuelo en rizo o circular tras el que se lanzaba en picado en ataque que aumentara sus dádivas y su vanidad. Inteligente y astuto. Su aliento también cortaba lo que le estorbaba en sus pretensiones con palabras, expresiones y energías de hielo unas veces, de ácido y fuego otras. Lanzaba, proyectaba y creaba conjuros que se cumplían. Era un dragón malvado, era un dragón rojo. Se equivocó al dejar entrar a la pequeña Amy en su vida. Infravaloró su pequeñez, tal vez le confundió el bello significado de su nombre…amor Ella era como una hormiguita inocente, pero sus patas con garras sabían enganchar lo que necesitaba y quería y sus mandíbulas capaces de soportar cien veces su propio peso, conocían la fuerza y la estrategia para desmenuzar cualquier pensamiento, transportar a su terreno todo sentimiento, edificar su suerte y defenderse y luchar si fuese necesario. Era una hormiga cazadora acostumbrada a vivir en la oscuridad y la dificultad. Organizar el nido sabiamente era su especialidad. Cámaras para almacenar comida, otras para incubar los huevos y aquel vuelo voluptuoso de sus alas que invitaban al poderoso a rendirse ante ella. Y así, como tantas veces en la historia, el monstruo y su quimera fueron vencidos y transformados por la aparente humildad del pequeño insecto. Sucesos cotidianos llenos de actitudes y actos hábilmente medidos le hicieron a ella dueña de toda la riqueza y a él su obligado siervo. Hoy Draco duerme en una mazmorra y Amy se sienta en un trono como reina.
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